CAPITULO II
LA SIMBOLOGIA AMERICANA
I
Uno de los temas que más se destacan cuando nos enfrentamos con el estudio de las sociedades precolombinas es la coincidencia en casi todos los autores europeos de la conquista y aun de siglos posteriores en pensar que los americanos eran de origen judío,1 ya habían sido cristianizados, o de algún modo confuso derivaban sus conocimientos y tradiciones del Viejo Mundo. Estas opiniones se basaban sin duda en la similitud de símbolos, mitos y modos culturales, que aunque tomasen formas diferentes eran sin embargo análogos a los suyos. Esto es señalado por los franciscanos Fray Bernardino de Sahagún y Motolinía, por el dominico Diego Durán, por el jesuita Joseph de Acosta, así como por Mendieta, Las Casas, Torquemada, López de Gómara, Ramos Gavilán, Gregorio García, Antonio de la Calancha, Poma de Ayala y la generalidad de los cronistas; asimismo entre los comentaristas posteriores como Veytia y Clavijero, etc., para no citar sino algunos, todos ellos hombres de la Iglesia o versados en asuntos religiosos, filosóficos y teológicos.2 A decir verdad, también las coincidencias entre el cristianismo, sus símbolos, mitos y ritos y la tradición precolombina son harto numerosas.3 Comenzando por sus teogonías, donde las ideas de un Ser Supremo, de un dios creador y una deidad civilizadora y salvadora configuran una génesis y un apocalipsis, una muerte y una resurrección ligadas al sacrificio y la transformación cíclica y siguiendo por ciertos mitos como el de la virginidad de la madre de un dios héroe y su nacimiento sin necesidad de padre, antinatura, que aparece repetidamente. El primer caso se observa en la civilización del valle central de México entre los indios de Nicaragua y Costa Rica, los de Bogotá, los de Quito y otros grupos pertenecientes al Imperio Inca como los harochiri e incluso los guaranies de Paraguay y Brasil, siendo conocido por los zuni y otros indígenas de los Estados Unidos y los patagones argentinos. El segundo es muy neto entre los nahuas y aztecas (los dioses Quetzalcóatl y Huitzilopochtli son hijos de vírgenes), y en los indios quiché de Guatemala, Ixbalanché y Hunahpú, los héroes por excelencia, son hijos de la doncella Ixcuiq. Asimismo los chibchas de Colombia reverenciaban a un hijo del sol que fue fecundado por intermedio de sus rayos en una virgen; y Viracocha, en el Perú, embaraza a una joven agraciada sin que ésta lo advierta.4 Esto sin mencionar algunos mitos como el del diluvio conocido en toda la América Precolombina y el de la existencia pretérita de gigantes en lo cual coincidían con las tradiciones bíblicas y greco-romanas. Pero lo que realmente sorprende a los conquistadores, o a los pocos que son capaces de ver, es nada menos que el símbolo de la cruz por doquier, lo cual por consideraciones debidas a las circunstancias se debe ocultar o callar. En efecto, esta representación se halla explícita en su forma más sencilla o de maneras derivadas, sola u organizada en conjuntos, en la entera extensión del continente americano. Y es más, el símbolo de que hablamos -que por cierto es pre-cristiano- constituye el esquema cosmológico de estas culturas, siempre presente en sus manifestaciones de cualquier tipo que éstas sean. Nos estamos refiriendo a los cuatro brazos o posibilidades de expansión horizontal en el plano y al centro como lugar de recepción y síntesis de la energía vertical (alto-bajo), que de esta manera por medio de la cruz se irradia en la totalidad del espacio. Aunque tal vez lo que más llama la atención de los frailes es la similitud de algunos rituales con los sacramentos que ellos administran. Así por ejemplo con respecto a la confesión practicada por los aztecas, mayas e incaicos, al matrimonio, al bautismo -del que el reticente Diego de Landa, obispo de Yucatán, sin embargo afirma con orgullo: 
 
    "No se halla el bautismo en ninguna parte de las indias sino en esta de Yucatán (lo cual no era cierto) y aun con vocablo que quiere decir nacer de nuevo u otra vez", 
 

y a la comunión. En relación con esta última señalaremos lo que nos dice Sahagún vinculado con la ceremonia que se efectuaba en honor a Huitzilopochtli en la que el pueblo comulgaba comiendo un trozo de la estatua del dios, que a esos efectos estaba confeccionada con una golosina que aún es popular en el México contemporáneo a la que se llama alegría.5 El verdadero tema al respecto lo constituye el hecho de que el sacrificio ritual de animales y su inmediata ingestión en ciertas fechas y lugares precolombinos -como por otra parte es verificable en la casi totalidad de las culturas, siendo hoy mismo comprobable en comunidades 'primitivas'- conformaba un acto sagrado de importancia vital, tanto individual como colectiva. El sacramento cristiano de la eucaristía simboliza mediante el pan y el vino lo que otras tradiciones ejemplifican por sus correspondientes: la carne y sobre todo la sangre como forma de comunión con la deidad. Creemos que bajo una perspectiva análoga podrán tal vez entenderse los cruentos sacrificios humanos efectuados en honor y alimento del sol como generador y conservador de la vida.6 De todas maneras estas similitudes entre las civilizaciones del Nuevo y Viejo Mundo no tienen nada de casual ya que los símbolos y los mitos fundamentales de todas las culturas son manifiesta y esencialmente los mismos ante nuestro ignorante asombro.7 Esta sorpresa no es tal en cuanto procedemos a verificar y comprobar este aserto y también en cuanto nos ponemos a pensar que lo que en verdad representan estos símbolos y estos mitos -es decir las ideas universales que expresan- son las mismas en todas partes, derivadas de un Conocimiento y una Tradición común, a la que podríamos llamar 'no histórica', o mejor, 'metahistórica'. Por ese motivo es que la Simbología utiliza la comparación entre símbolos de distintas civilizaciones como método para iluminar los símbolos particulares, sistema que utilizaremos asimismo en este texto en relación con el conjunto de las culturas americanas -en la medida de nuestras posibilidades-, y el mosaico multifacético en que se expresa el pensamiento precolombino. 

No hay en la actualidad quien niegue seriamente el origen sagrado de toda civilización en cuanto éste es mítico y metafísico -según esas tradiciones lo proclaman-, del cual por otra parte se desprenden sus conocimientos, artes, ciencias e industrias, incluidos la fundación de su ciudad -cuando son sedentarios- y el nombre o identidad de sus habitantes. En ese sentido estas manifestaciones parecerían responder unánimemente a una idea arquetípica de la cual derivan los modelos culturales y las estructuras religiosas, económico-sociales y políticas, los comportamientos y los usos y costumbres. Es por eso y a pesar de las variadas formas en que esas culturas tradicionales se expresan que se puede encontrar entre ellas tan asombrosas analogías pues se refieren todas a lo mismo. Lo cual nos permite a nuestra vez efectuar relaciones y asimilaciones igualmente sorprendentes. 

Los historiadores de las religiones limitan y ubican en el espacio y en el tiempo a la cultura que estudian, aunque los mejores de ellos, encabezados por Mircea Eliade, llevan sus investigaciones a la estructura misma de lo religioso expresando su origen atemporal. La Simbología no toma en consideración sino en forma secundaria las condiciones históricas donde se produce el símbolo, destacando por el contrario valores no históricos, es decir esenciales y arquetípicos. Pero sobre todo lo que diferencia al simbólogo y al historiador de las religiones es la actitud con que enfrentan el conocimiento. Efectivamente, el simbólogo no sólo toma a los símbolos, mitos o ritos como objetos estáticos -que tienen una historia- sino también como sujetos dinámicos siempre presentes, que se están manifestando ahora. O sea, como capaces de cumplir una función mediadora entre lo que expresan en el orden sensible y la energía invisible -la idea- que los ha generado. En ese sentido no hay tampoco una historia de los símbolos. No sólo por reconocer éstos un origen atemporal, sino porque la mayor parte de ellos son comunes y aparecen en muchísimas tradiciones separadas en el espacio y en el tiempo -como si ellos fueran consubstanciales con el hombre y la vida- y se dan a veces hasta de manera idéntica en cuanto a sus significaciones más alejadas (en el tema de la 'brujería', por ejemplo), asunto éste que con un poco de paciencia y buena fe le es dado observar y comprender a cualquiera. Ello lleva a reconocer un origen común, o aceptar la idea de una tradición histórica unánime, lo que seguramente es válido si se consideran enormes ciclos que incluyen no sólo decenas de culturas -la mayor parte ignoradas- sino también profundas alteraciones geográficas en la tierra como cambios en la posición de los polos en correspondencia con fenómenos celestes, etc.8 Razón por la que el simbólogo prefiere tomar al símbolo en sí -sin descuidar su contexto-, en cuanto éste no es sólo un objeto comparable a otro objeto, sino que además es considerado como sujeto de una realidad siempre existente que lo ha plasmado, a la que expresa de manera directa. La idea que manifiesta y a la vez oculta el símbolo es lo que a la Simbología le interesa. Por lo que el simbólogo aspira no sólo a la comprensión histórica o meramente intelectual del símbolo, sino a su conocimiento metafísico, a su aprehensión supra-intelectual -obtenida mediante su concurso-, a la identificación o encarnación de lo que el símbolo o mito manifiesta tal cual hacían los integrantes de los pueblos que los diseñaron con ese propósito. Los cuales los utilizan como soportes o vehículos cognoscitivos entre distintos planos de una realidad que ellos consideraban única y sagrada, la que era testificada por esos símbolos y mitos. Dicho en otras palabras: el simbólogo no se ocupa, salvo de manera secundaria, por los símbolos considerados bajo una perspectiva histórica o simplemente 'intelectual', sino que tomando en cuenta la identidad de los símbolos tradicionales aparecidos en distintos tiempos y lugares -material que ha obtenido de la Historia de las Religiones y de la Religión Comparada-, trata de comprender, vivenciar, o encarnar el concepto, o la idea, que ellos representan y de la cual son los emisarios.9 Esto es particularmente válido en el estudio y la meditación sobre las manifestaciones humanas, es decir, culturales, en cuanto ellas constituyen un conjunto simbólico donde la huella de una historia invisible y eterna -arquetípica-, se proyecta en las formas temporales de lo visible.

II
Ya indicamos en la nota inicial, haciendo una referencia personal, que no hemos transpuesto literalmente a la tradición precolombina lo que por nuestros estudios hemos aprendido de otras civilizaciones tradicionales, sino que por el contrario, empapados del mundo de los antiguos americanos, su atmósfera, sus códigos y formas, es que hemos llegado a comprender la identidad de los símbolos, mitos y ritos de la Tradición Unánime, así ésta se halle viva o aparentemente muerta. Sin duda los esquemas de nuestro pensamiento, la forma de concebir y los modos de acercarnos al pasado precolombino son europeos como los de todos los investigadores que conocemos. Esto se debe a nuestra educación, ya que las estructuras mentales de todos los occidentales actuales -y eso es lo que somos- son análogas, comenzando por la determinación que imponen la lógica y los esquemas lingüísticos, como asimismo lo son nuestras pautas de aprendizaje y actuación, aunque muchos de nosotros no lo advirtamos o pensemos en contrario. Por otra parte anotaremos que el haber nacido en determinado lugar del Nuevo Mundo, o el tener la misma sangre de los pueblos que crearon las civilizaciones precolombinas, o aun hablar su lengua actual, es sólo una ventaja secundaria para comprender la cosmogonía indígena original.10 Los griegos contemporáneos casi nada saben de su pasado mítico y de sus antiguas 'creencias', y aún en la época de Platón la mayor parte las ignoraba con generosidad. En otro caso, como pudiera ser el de una tradición viva, la hindú por ejemplo, tal vez suceda que a la fecha un extranjero no nacido en ella pueda comprenderla y vivirla mucho más profunda y verdaderamente -en lo que ella es en sí- que un simple devoto atenaceado por la superstición y la confusión de las imágenes, como en general sucede con la mayoría de los hindúes actuales. Otra cosa es cuando los integrantes de una tradición conocen perfectamente y no sólo de manera exterior o superficial el sentido de sus símbolos, mitos y ritos -que siempre deben ser aprendidos- y sobre todo cuando se tiene bien patente lo que éstos son, es decir cuando se comprende su función mediadora y trascendental encuadrada en el marco de una cosmogonía original, a la que describen, la cual al ser vivenciada produce un estado de conciencia al que se puede acceder merced a la iniciación en el conocimiento que los propios símbolos, mitos y ritos provocan. Con seguridad que quien haya experimentado estos conceptos y reconocido las formas en que ellos se manifiestan generando tal o cual cultura podrá entonces entender la esencia de esa cultura, su razón de ser -incluso histórica-, su idea del espacio, del tiempo, del movimiento, del número, la medida y el lenguaje, y por lo tanto de su pensamiento, del que derivan todas sus acciones o creaciones, las que se expresan a través de manifestaciones simbólicas. 

Para poder asimilar la realidad, para integrarse a ella, es menester previamente tener una descripción de la misma, cualquiera que ésta fuese.11 El hombre procede siempre así aunque no lo sepa o lo niegue. Es tan válida una concepción del mundo donde la tierra es un plano y al mismo tiempo el centro del universo, como un sistema descriptivo tridimensional en donde la tierra es una esfera que gira alrededor del sol, su eje. Lo mismo vale -y éste es un tema directamente vinculado con lo anterior- para la representación gráfica plana y su extraordinario poder de síntesis y sugestión en contraposición con los contrastes de luz-sombra y perspectiva que caracterizan al arte occidental de los últimos siglos, e igualmente para la geometría llamada plana en comparación con la espacial.  

Fuera de nuestro campo mental -y mientras éste no sufra una apertura- es imposible comprender algo que nos es completamente ajeno. Esto sucedió con los europeos con respecto a los indígenas en la época de la conquista y en la actualidad constituye aún el más importante escollo en nuestros esfuerzos por acercarnos a este riquísimo y complejo acervo tradicional. Todo nos hace pensar que la generalidad de los religiosos, soldados y funcionarios que llegaron a América no conocían la verdadera significación, la íntima realidad de sus propios símbolos, sacramentos e instituciones, sino a lo sumo de una manera piadosa-moral (como buenos usos y costumbres) o legalística, oficial y administrativa, de ningún modo metafísica ni esotérica, lo que indica con precisión que no los conocían en su totalidad. Esto no nos debe extrañar pues hasta hoy no ha variado el panorama involutivo de Occidente, lo que por otra parte se debe a razones cíclicas. Se puede pensar que algo similar acontecía en el seno de las sociedades precolombinas a la llegada de los españoles, sobre todo con el grueso de la población, incluidos la mayor parte de sus líderes y jefes, aunque cabría hacer algunas distinciones entre las variadas culturas que conformaban el mapa de la América antigua. Sin embargo hay una diferencia: los sabios y altos sacerdotes indígenas parecen conocer -a través de distintos documentos se lo puede comprobar- o haber conocido hasta muy poco tiempo atrás los secretos de la vida, la cosmogonía y la deidad, mientras los religiosos cristianos -salvo honrosas excepciones en cuanto a alguna ciencia humanista o 'clásica'- sólo aparentan ser, en el mejor de los casos, personas devotas o bien intencionadas, cuando no funcionarios de la corona, o espías fanáticos de la conversión masiva de infieles, pero nunca hombres de conocimiento en el verdadero sentido de esta palabra.12 La opinión 'oficial' de la Iglesia con respecto a las tradiciones precolombinas aún sigue siendo para muchos de sus prelados aquélla que las juzgaba como inspiradas en el demonio, y eran y siguen siendo para esos elementos el producto idolátrico de la más oscura ignorancia o de su cándida ingenuidad infantil. Este fanatismo cercano al desprecio absoluto por aquello que se desconoce -junto con todos los argumentos que apuntan y señalan al ejercicio del poder- explica en parte el por qué de la extinción casi total de la sabiduría que creó no sólo los grandes monumentos y obras de arte que hoy nos asombran, sino también y fundamentalmente su modelo cosmogónico, sus calendarios astronómicos y rituales, las escrituras jeroglíficas, simbólicas e ideogramáticas; o sea, las estructuras de pensamiento que hicieron florecer la vida en el seno de esas culturas. La pérdida resulta desoladora y esto se nota mucho más aun cuando se alcanza a comprender a través de los fragmentos que han llegado hasta nosotros la magnitud y la calidad de estas civilizaciones tradicionales equiparables a las más sabias y refinadas del mundo entero pero con ciertas formas y originalidades tan sutiles y elaboradas en algunos casos, y tan sorprendentes en otros, que no se las puede hallar en ninguna otra parte. Quien se haya dejado fascinar por la atmósfera y la belleza de las civilizaciones precolombinas podrá comprender con claridad a qué nos estamos refiriendo. Daremos un sencillo ejemplo de originalidad apenas emulado por la mitología griega. Se trata en este caso de los mitos mayas de la creación, los que se expresan de manera notoriamente humorística,13 pero con una comicidad áspera y gruesa, cuando no grotesca y sangrienta. Pues toda gestación -la del sol, la del hombre, la del maíz- parecería ser el fruto del engaño, la burla, la dificultad, la contradicción, el castigo o la venganza, expresados de una forma casi tan cínica y sardónica como desenfadada que, por cruda, pudiera parecer chocante. El sacrificio y el crimen ritual y la constante contradicción de los opuestos se contraponen en una astuta danza de ritmos encontrados, descabellada y desopilante, en la que domina la presencia permanente de lo discontinuo, lo intempestivo y lo absurdo, de lo absolutamente paradójico e irreal y donde el único elemento constante es la transformación de los seres y la mutación de las formas que aparecen y desaparecen, mueren y nacen y participan de una misma sustancia universal. Esta descripción de los orígenes, (es decir la forma que toma para ellos cualquier concepción) tiene en su base algo absolutamente extraordinario, asombroso, desproporcionado, tal vez monstruoso y por cierto sagrado, que despierta -como reacción inmediata de atracción y rechazo- la hilaridad y provoca la carcajada como una manera de evocación del hecho asombroso o divino, del tiempo atemporal, llamando así al hado mediante la exaltación, el regocijo desmesurado -capaz de producir un estado análogo al del tiempo mítico-, las chanzas, fiestas y libaciones rituales.14 Tal vez sea necesario realizar un esfuerzo psicológico cada vez que nos encontremos con ejemplos como éste en nuestra investigación del mundo precolombino y en general en todos los estudios universales referidos a símbolos, mitos y ritos, pues éstos, como manifestación de lo sagrado son bien distintos de lo que el hombre ordinario pretende o imagina. Si no se efectúa este trabajo y no somos capaces al menos de variar nuestra perspectiva, de cambiar el punto de vista respecto a la comprensión de estas expresiones, ellas nos parecerán burda y simplona ignorancia llena de superstición de acuerdo a patrones y programaciones donde la deidad, lo sagrado, es vinculado estrechamente con la pompa, la solemnidad, lo 'sublime', las maneras exteriores y la higiene, cuando no con una pretendida austeridad egoísta y seca, no creativa, o una actividad devota y moralista. 

NOTAS
1 Llama la atención la identidad entre el nombre hebreo Adam = rojo, y el color racial que se atribuían a sí mismos los habitantes de América, el que por otra parte es igual al otorgado a los habitantes de la Atlántida.
2 Aún en el siglo XIX, el presbítero D. Juarros apoyándose en la autoridad de F. de Fuentes y Guzmán, nos dice en su Compendio de la Historia del Reino de Guatemala: "los citados Toltecas eran de la casa de Israel, y que el gran profeta Moisés los sacó del cautiverio en que los tenia Faraón..." Tratado IV, Capítulo 1. Editorial Piedra Santa. Guatemala, 1981. Incluso los sabios indígenas seguramente comprendiendo lo arquetípico y simbólico que expresan las 'genealogías' han llegado a decir: "Somos los nietos de los abuelos Abraham, Isaac y Jacob, que así se llamaban. Somos además los de Israel." Historia de los Xpantzay de Tecpan (ver Recinos, su traductor, en Bibliografía)
3 Cuando nos referimos a tradición precolombina estamos sin duda generalizando pues en verdad nos referimos a numerosas culturas más o menos independientes -como sus lenguas- distribuidas a lo largo y lo ancho de América, las que sin embargo guardan una evidente relación entre sí, lo que nos permite tratarlas de manera conjunta. Volveremos más adelante sobre el tema.
4 Para los talarnancas de Costa Rica, Sibú, un niño-dios, nace de una mujer embarazada por el viento.
5 También lo hacían en otras fiestas con las efigies de Tezcatlipoca (según Motolinía) y de otras deidades.
6 Son conocidos los sacrificios humanos en honor a Varuna en un pueblo de innegable religiosidad como es el hindú.
7 El Inca Garcilaso de la Vega nos advierte con respecto a las 'historias' de sus antepasados: "El que las leyere podrá cotejarlas a su gusto, que muchas hallará semejantes a las antiguas, así de la Santa Escritura como de las profanas y fábulas de gentilidad antigua". (Comentarios Reales, Primera Parte, Capítulo Quinto). Este comentario adquiere particular interés si se piensa que el cronista, mestizo, hijo de hidalgo español y princesa peruana conoció en su infancia y adolescencia el mundo indígena de forma directa recibiendo una doble educación y pasando luego a residir en España y otros lugares de Europa como 'hombre culto' entre los de su tiempo.
8 El último de estos grandes cambios es para Platón la desaparición de la Atlántida, situada precisamente en el océano que toma de ella su nombre -el cual separa al Viejo del Nuevo Mundo-, "más allá de las columnas de Hércules", lo que parecería ser un denominador común a la mayoría de las tradiciones históricas, aunque muy remoto en el tiempo. Hasta fines del siglo XIX y comienzos de éste ha subsistido la teoría de un origen Atlántico para los indios americanos. (Ver Marcos E. Becerra, Por la Ruta de la Atlántida). En los siglos XVI y XVII esta tesis era común según lo testifica la bibliografía, (ver por ejemplo: Origen de los indios del Nuevo Mundo de Fray Diego García, libro IV, capítulo VI, Crónica de la Nueva España de Francisco Fernández de Salazar, Libro I capítulo 2, donde se cita también a Agustín de Zárate y una obra suya sobre el descubrimiento y conquista del Perú, etc.), así como la comparación de los númenes, símbolos y ritos precolombinos con las deidades y mitos greco-romanos y religiones abrahámicas. El Renacimiento e incluso el post-renacimiento estaban demasiado cerca aún de lo tradicional como para mofarse o tildar de fantasías a cosas que fueron aceptadas durante siglos por la gente más sabia y culta de la época como lo era la existencia de la Atlántida o la correspondencia y equivalencia entre diferentes dioses de diversos panteones y culturas. Sólo con el racionalismo, el evolucionismo, y finalmente el positivismo, estas ideas son tomadas como anticuadas y objeto de escarnio. Para que no haya confusión, desde ya, el autor declara que el punto de vista en que se ubica no es afectado de ninguna manera por estos tres 'ismos' filosóficos que desembocan el uno en el otro de modo natural e histórico, complementándose, y a los que considera los promotores de la vertiginosa caída de la sociedad contemporánea. El racionalismo establece una división tajante e ilusoria entre el cuerpo y el alma y aísla a la mente de su contexto. A partir de él todo es dual: adentro y afuera. El evolucionismo es pura ciencia ficción. Las especies son fijas y la idea de progreso indefinido, un escapismo como cualquier otro. El positivismo hace cada vez más empírico al método de conocer y 'materializa' y solidifica más que nunca las búsquedas del pensamiento, la ciencia y el arte.
9 Tal vez pudiera decirse -no sin pretensión- que el trabajo del simbólogo comienza cuando el del historiador de las religiones finaliza.
10 Una tradición -viva o muerta- no es patrimonio de un país o grupo. Como forma parte de la Tradición Primordial y Unánime es patrimonio del hombre, de la humanidad. Y esto se encuentra dado por su propio carácter, su universalidad conceptual.
11 Aun la sociedad contemporánea en su involución pretende ordenar una serie de acontecimientos empíricos con este fin aunque su enorme soberbia la ha llevado a construir una auténtica torre de Babel. Una cárcel donde sus moradores están sujetos al terror y donde sistemáticamente se los tortura.
12 Los americanos eran más 'primitivos' como afortunadamente lo habían sido los griegos órficos con respecto a los 'clásicos'. Los hispanos habían perdido el nivel espiritual e intelectual acuñado durante el reinado de Alfonso el Sabio, que hizo de Toledo la Jerusalén de Occidente.
13 También entre otras varias culturas norteamericanas, mesoamericanas y sudamericanas.
14 En la relación que hace el licenciado Gómez Palacio sobre La Provincia de Guatemala, las costumbres de los indios y otras cosas notables puede leerse lo siguiente: "Si se emborrachaban y bebían con exceso estas gentes, no lo hacían tanto por vicio, cuando por que en esto creían que hacían un gran servicio a Dios, y así el principal que se emborrachaba más era el Rey y los Señores principales. Otros no se emborrachaban pero no era porque ellos fuesen de menos valer, sino porque ellos habían de gobernar la tierra y Proveer en los negocios del Reino, mientras que el rey estaba ocupado en aquella Religión y se emborrachaba".