Artículo publicado en Le Voile d'Isis, 1930. Retomado en el cap. VIII de El simbolismo de la cruz, y del que se hace alguna mención en otros escritos. 
LA GRAN GUERRA SANTA
RENE GUENON
En nuestro último artículo, indicábamos, a propósito de la Bhagavad-Gîtâ, el significado simbólico de la guerra, y hacíamos observar que esta concepción se halla no solamente en la doctrina hindú, sino también en la doctrina islámica, pues tal es el sentido real del jihad o "guerra santa". 

De una manera totalmente general, puede decirse que la razón de ser esencial de la guerra, bajo cualquier punto de vista y en cualquier dominio que se la considere, es hacer cesar un desorden y restablecer el orden; se trata, en otros términos, de la unificación de una multiplicidad, por los medios que pertenecen al mundo de la multiplicidad misma; es de esta manera, y sólo de esta, que la guerra puede considerarse legítima. Por otra parte, el desorden es, en un sentido, inherente a toda manifestación tomada en sí misma, pues la manifestación, fuera de su principio, luego en tanto que multiplicidad no unificada, no es más que una serie indefinida de rupturas de equilibrio. La guerra, entendida como acabamos de hacerlo, y no limitada a un sentido exclusivamente humano, representa pues el proceso cósmico de reintegración de lo manifestado en la unidad principial; y es por eso por lo que, desde el punto de vista de la manifestación misma, esta reintegración aparece como una destrucción, tal como se lo ve muy netamente por ciertos aspectos del simbolismo de Shiva en la doctrina hindú. 

Si se dice que la propia guerra es también un desorden, esto es verdad en cierto aspecto, por lo mismo que se cumple en el mundo de la manifestación y de la multiplicidad; pero es este un desorden que está destinado a compensar otro desorden, y, como enseñan las tradiciones extremo-orientales, es la suma misma de todos los desórdenes, o de todos los desequilibrios, la que constituye el orden total. El orden, por lo demás, sólo aparece si se eleva uno por encima de la multiplicidad, si se deja de considerar a cada cosa aisladamente para visualizar a todas las cosas en la unidad. Este es el punto de vista de la realidad, porque la multiplicidad, fuera del principio, no tiene más que una existencia ilusoria; pero esta ilusión, con el desorden que le es inherente, subsiste en tanto que no se ha accedido, de un modo plenamente efectivo (y no como simple concepción teórica), a ese punto de vista de la "unidad de la existencia" (Wahdattul-wujûd) en todos los modos y grados de la manifestación universal. 

Después de lo que acabamos de decir, la meta misma de la guerra, es el establecimiento de la paz, porque la paz no es otra cosa que el orden, el equilibrio o la armonía, siendo estos tres términos prácticamente sinónimos y designando todos, bajo aspectos algo diferentes, el reflejo de la unidad en la propia multiplicidad, cuando a esta se la relaciona con su principio. En efecto, la multiplicidad, entonces, no es verdaderamente destruida, sino que es "transformada"; y, cuando todas las cosas son devueltas a la unidad, esta unidad aparece en todas las cosas, que, muy lejos de cesar de existir, adquieren al contrario por eso la plenitud de la realidad. Es así como se unen indivisiblemente los dos puntos de vista complementarios de la "unidad en la multiplicidad y la multiplicidad en la unidad" (el-wahdatu fil-qutrati wa el-qutratu fil-wahdati), en el punto central de toda manifestación, que es el "lugar divino" (maqâmul-ilahi) en el que se resuelven todos los contrastes y todas las oposiciones. Para quien ha accedido a este punto, ya no hay contrarios, luego tampoco desorden; es este el lugar mismo del orden, del equilibrio, de la armonía o de la paz, mientras que fuera de este lugar, y para quien solamente tiende a él sin haber llegado todavía, se trata del estado de guerra tal como lo hemos definido, ya que las oposiciones, en las cuales reside el desorden, todavía no se han superado definitivamente. Todas las doctrinas tradicionales están completamente de acuerdo al respecto, cualquiera que sea en ellas la forma bajo la que estas ideas se encuentren expresadas; y todas acuerdan igual importancia al simbolismo del punto central, que es el "polo" alrededor del cual se cumplen las revoluciones del universo manifestado. 

Incluso en su sentido exterior y social, la guerra legítima, dirigida contra los que turban el orden y teniendo como fin el devolverlos a él, aparece esencialmente como una función de "justicia", es decir en suma como una función equilibrante, cualesquiera que puedan ser las apariencias secundarias y transitorias; pero no es esta más que la "pequeña guerra santa", que solamente es una imagen de la otra, de la "gran guerra santa", que es de orden puramente interior y espiritual. Podría aplicarse aquí lo que hemos dicho muchas veces en cuanto al valor simbólico de los hechos históricos, a los que puede considerarse como representativos, según su modo, de realidades de un orden superior.  

"La gran guerra santa", es la lucha del hombre contra los enemigos que porta en él mismo, es decir contra todos los elementos que, en él, son contrarios al orden y la unidad. No se trata, por lo demás, de aniquilar esos elementos, que, como todo lo que existe, tienen también su razón de ser y su lugar en el conjunto; se trata más bien, como decíamos hace un momento, de "transformarlos" devolviéndolos a la unidad, reabsorbiéndolos en ella en cierta manera. El hombre debe tender ante todo y constantemente a realizar la unidad en él mismo, en todo lo que le constituye, según todas las modalidades de su manifestación humana: unidad del pensamiento, unidad de la acción, y también, lo que quizás es lo más difícil, unidad entre el pensamiento y la acción. Importa por lo demás subrayar que, en lo que concierne a la acción, lo que vale esencialmente, es la intención (niyyah), pues es sólo eso lo que depende enteramente del hombre mismo, sin que sea afectado o modificado por las contingencias exteriores como lo son siempre los resultados de la acción. La unidad en la intención y la tendencia constante hacia el centro invariable e inmutable están representadas simbólicamente por la orientación ritual (qiblah), al ser los centros espirituales terrestres como imágenes visibles del verdadero y único centro de toda manifestación, el cual tiene por lo demás su directo reflejo en todos los mundos, en el punto central de cada uno de ellos, y también en todos los seres, en los que este punto central es designado figurativamente como el corazón, en razón de su correspondencia efectiva con este en el organismo corporal.  

Para aquél que ha llegado a realizar perfectamente la unidad en él mismo, al haber cesado toda oposición, el estado de guerra cesa también por eso mismo, pues no hay ya más que el orden absoluto, según el punto de vista total que está más allá de todos los puntos de vista particulares. A tal ser, nada puede dañarle en adelante, pues ya no hay enemigos para él, ni en él ni fuera de él; efectuada la unidad en el interior, lo está también y al mismo tiempo en el exterior, o más bien no hay ya ni interior ni exterior, al ser esta una de esas oposiciones borradas para siempre ante su mirada (la mirada del tercer ojo de Shiva según la tradición hindú). Establecido definitivamente en el centro de todas las cosas, es para sí mismo su propia ley, puesto que su voluntad es una con el Querer universal; ha obtenido la "gran paz", que es verdaderamente la "presencia divina" (Es-Sakinah, término idéntico al nombre de la Shekinah de la Cábala hebrea); identificándose, por su propia unificación, con la unidad principial misma, ve la unidad en todas las cosas y todas las cosas en la unidad, en la absoluta simultaneidad del "eterno presente".  

Mesr, 1º dzul-gadah 1348 H. [1930].
 
Traducción: J. M. R.
 
 
 

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