Federico González |
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Generalmente
al hablar de arte hoy en día, nos referimos vagamente a la historia
del mismo, o imprecisamente a un hecho cultural de cierto "status" intelectual
y socioeconómico, que la pintura (la más injustamente afortunada
de las artesanías) ejemplifica. También solemos referirnos
a él como a un inventario musicológico de obras acabadas
y fechadas en tal o cual tiempo y localizadas en este o aquel sitio. Desde
el punto de vista en que nos situamos no nos interesan tanto estas perspectivas,
que por cierto no negamos, sino que preferimos ver al arte como una actitud
específicamente humana, no ubicada en ningún esquema clasificatorio
o histórico-geográfico, sino perfectamente viva, actualizada
por el hombre de todos los tiempos y reflejada en sus símbolos culturales
y sagrados, que si bien reconocen un origen preexistente, son la materia
a partir de la cual se produce la re-generación cíclica de
las civilizaciones, del mismo modo que en el firmamento la actividad solar
recrea permanentemente las diversas condiciones o formas de vida de su
sistema. En ese sentido siempre nos ha interesado el arte como forma de
conocimiento, o mejor, la actitud del artista como una manera de adentrarse
en determinadas dimensiones del mundo lineal de su entorno –aunque él
mismo sea poco consciente de ello–, mediante una concentración de
sus posibilidades, ya fuese a través de un trabajo ordenado y paciente
o de la síntesis catártica totalizadora. O de ambas, puesto
que por cierto la una no tiene por qué excluir a la otra, sino que
más bien se complementan allí donde el hallazgo o contemplación
de la belleza produce una especie de emoción relacionada con un
sentimiento de plenitud, ausencia o vacío, donde todos los seres
y las cosas no son sino ellos mismos, en su pura realidad despojada, lo
que equivale a vivenciar la idea arquetípica de armonía,
aun en la desarmonía, y de equilibrio y justicia, aun en los conceptos
que dialécticamente se les oponen.
Esta emoción intelectiva es un modo de conocer. Una manera, una actitud por cierto imprecisa, no lógica, de aproximarse al objeto del conocimiento por el sujeto que conoce y que llegada a su clímax, funde al sujeto que conoce con el objeto conocido, produciendo el conocimiento, que deja entonces de ser sucesivo, inclusive espacial, para pasar a ser algo diferente al producirse una transformación –cualquiera que ésta sea–, siempre aprehendida a través de la experiencia directa, aunque el soporte simbólico utilizado fuese cualquier cosa o ser manifestado. Puede verse aquí una estrecha vinculación con el amor, en cuanto ambas posibilidades emotivas unen o religan, o actúan como prolongaciones de la identidad del sí mismo en todas las cosas. Nos interesa además rescatar un elemento de incertidumbre, o de aventura, inherente a los riesgos del arte y del amor, dos maneras de encarar por lo más alto el proceso del conocimiento, que se halla en el origen y en la identidad del ser mismo. Y ese riesgo, esa pasión, ese fuego, está siempre presente en todo lo que implique la búsqueda y la realización de la belleza y la sabiduría, es decir la unidad en amor, lo que constituye el arte en la vida. Así pues, nos referimos al arte como una "poética" comprometida con el conocer del hombre, al que consideramos parte imprescindible de este proceso perenne de interrelación y expresión, donde la inteligencia universal que él mismo refleja, manifestándose como un arte de indefinidas posibilidades, le brinda la opción de ser todo lo que él conoce. Esta "poética" incluye a todas las artes: 1 arquitectura y construcción, artesanías, técnicas y ciencias, oficios (cerámica, vidrio, jardinería, herrería, ropa y calzado, joyería, carpintería, etc.), las artes llamadas marciales y la danza, escultura, música, teatro y poesía, geometría, gramática, alquimia, etc., es decir a las artes liberales y al hombre integral. Y como nada deja de ser simbólico en el orden microcósmico, esta "poética", referida al hombre y su actividad creadora, puede transponerse al orden macrocósmico, donde la naturaleza, la vida y el universo, no son sino un conjunto análogo de seres y funciones, unido en el amor. Y entonces la tierra y el hombre pueden ser considerados como obras de arte, u objetos de diseño, frutos de una poética general, cuyo origen es un sonido llamado verbo o logos, que no es sino la manifestación surgida del mayor grado de concentración posible.2 |
Es obvio afirmar que sin hombre
no hay arte, aunque no está de más efectuar esta aclaración
en una sociedad que por una especie de manía empírica, separa
a las cosas de su contexto, y les otorga una categoría diferente,
como si tuvieran vida o realidad por sí mismas, clasificándolas
en el casillero imaginario correspondiente, en este caso bajo el nombre
de "arte", otorgándole una serie de características perfectamente
arbitrarias o ilusorias, tendientes a hacernos creer –de manera casi publicitaria–,
que aquello es una verdad objetiva, para colmo casi científica,
siempre algo concreto, tangible, dispuesto a ser analizado y catalogado.
El hombre es el sujeto-objeto del verdadero arte, y a través de
él se materializa la posibilidad de la obra creativa, reflejo de
una obra más vasta, en la que el hombre está incluido. El
mago –que saca cosas de la sustancia informe, y al realizarlas actualiza
las posibilidades que ésta tiene en sí, al igual que las
que porta él mismo interiormente–, ubicado en el centro de su círculo
ritual, es el creador del espacio donde se dan todas sus posibilidades
y las de su obra. Este es su cosmos, simbolizado por el círculo,
que cumple también funciones limitativas, además de protectoras.
Y su imagen vertical, ubicada espacialmente en el centro o eje de la figura,
es la mediación entre cielo y tierra; es decir la de un vehículo
entre el mundo invisible de las ideas y la manifestación horizontal
y material de las mismas, a través de una gestación o encarnación
de las potencialidades del ser que han de reflejarse en el acto creativo.
Este hombre es el artista,3 individuo de oficio o de conocimiento, que recrea el mundo a través de su actividad redentora, al vivificar las potencialidades que todo hombre lleva en sí mismo en forma latente, y toda substancia de manera inmanente. Se conecta así con el ritmo de todas las cosas, el ritmo universal,4 y su obra constituye el pasaje entre lo increado y lo creado, como una síntesis que manifestara a la unidad, para inmediatamente plasmarla en la multiplicidad de las formas. Lo que equivale a asimilarlas análogamente a un doble movimiento de concentración-expansión, de expresión energética centrípeta-centrífuga, yin-yang, solve-coagula, siempre presente en todas las cosas, y que hace vibrar al artista como un diapasón armónico en su conexión vertical, que necesariamente debe irradiar en el plano horizontal. Y esta conversión de energía estática en dinámica, que va de lo uno a lo múltiple, tiene su réplica instantánea en la acción inversa, la del reciclaje de lo múltiple a lo uno, ya que la obra de arte concebida y ejecutada se transforma a su vez en objeto estático, y es contemplada por otro hombre, que a partir de ella, como cosa creada, se remonta al acto creativo y a la revelación de la idea –o arquetipo– inspiradora, que originó todo el proceso. En esa labor transmisora, donde el ser humano como sujeto dinámico –en este caso el artista– recibe, emite y da lugar al objeto o símbolo revelador, que a su vez retransmite la energía originaria, convirtiéndose así en un soporte, en un vehículo apto para la comprensión, reside el misterio del arte. En suma, el misterio del hombre, o de toda la creación –ya que este proceso es válido para cualquier manifestación–, la que se expresa siempre en forma rotativa o cíclica. Queremos recordar aquí la idea de la fecundación por la palabra, y la ya mencionada del verbo o logos como origen de la manifestación. Y también la de Purusha como principio activo y Prakriti como principio pasivo o sustancial de la creación universal. El artista, mago, chamán o demiurgo, es también el rey o emperador de un espacio donde él es el eje o centro.5 Y estando todo concatenado en la vida universal, habiendo siempre algo preexistente, y de manera análoga algo que ha de ser preexistente para otros –que abrirán los ojos después de nosotros–, cada gesto o actitud moverá energías indefinidas, algunas de ellas visibles o de un historicismo evidente, pero la mayor parte serán invisibles, ni siquiera conocidas por aquellos mismos que participan en ellas. La ley de correspondencia siempre actúa, como no podría dejar de ser, ya que se trata de una ley universal; y la voluntad de ser crea un nuevo espacio donde la obra creativa o el reino florecen, pues donde no había sino un amorfo, o un vacío, la substancia universal virgen para ser fecundada por la energía positiva, ahora se ha engendrado un mundo, que ya estaba contenido en esa substancia de un modo pasivo. Y así lo que era pasivo será ahora activo, y la energía activa, que funcionó como un detonador, se convertirá en un símbolo, u objeto estático creado, que llevará implícito en él mismo la energía activa original, sintetizada en forma pasiva o potencial, dispuesta a ser vivificada, para poder adquirir así una nueva configuración espacio-temporal, entre la bipolaridad del eje de una esfera, o el punto original y la circunferencia de un círculo, o el centro y la periferia móvil de una rueda. El hombre sería entonces un mediador, un intermediario, el creador de un plano de expansión entre la idea arquetípica y su cristalización final en el mundo, entre la unidad original primigenia y la individualidad de la obra creada en la diversidad de un género, ya que cualquier punto de la circunferencia es un reflejo -y como tal invertido- del punto original, y lleva dentro de sí mismo, como él, la posibilidad de engendrar un campo, o cosmos, es decir una obra o creación. Esta es la razón de ser del arte, y por cierto de la magia, y también del símbolo y el rito. De este modo, el hombre, al identificarse por el arte con el punto virtual, o unidad sintética, escapa de la relación espacio-temporal, pues lo inmóvil, absoluto o infinito, no tiene fin ni fines. Y así es como extrae de la idea arquetípica la manifestación creativa, que siempre nació y siempre nace. Esto se debe a que la unidad, desdoblándose en el ritmo de la dualidad, mediante sus emanaciones o intermediaciones, genera la multiplicidad de los seres -o los estados del ser universal-, o las cosas creadas, puntos individuales en la circunferencia espacio-temporal, simientes que portando en sí mismas la posibilidad de crear, o sea de imitar 6 la unidad arquetípica, hacen que ésta refluya incesantemente con el movimiento de una rueda, imagen y modelo del cosmos. Así, la inspiración artística, su expresión, y el retorno a la idea original a través de la síntesis que hizo posible la concreción de la obra u objeto artístico, es lo que constituye un esquema simbólico siempre presente en cualquier manifestación. |
Perspectivas desde el Arte (continuación) |
1 Una poética no es sólo una metafórica ni una confusa ensoñación o un vago "sentimiento cósmico" –como el símbolo no es sólo alegoría–, sino más bien una forma de ser, una manera de vivir, siempre relacionada con la búsqueda de la verdad –y en este sentido es heroica–, la sed de conocimiento y por lo tanto la reintegración al sí mismo. 2 Ver más adelante la teoría de la Tsim-Tsum cabalística. 3 Nombre con el que también gustaban autodenominarse los alquimistas. 4 La expresión ritmada o rima, es propia de la poética, así como de la música y la danza. 5 El pontífice deriva su nombre del de puente. Lo que equivale a decir: de un vehículo mediador entre dos orillas o puntos, que son el cielo y la tierra, los dos polos de la creación. 6 En el sentido en que Platón, en el Timeo, dice que "el tiempo es una imagen móvil de la eternidad; imita la eternidad". |
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