Siendo la ocasión precisa he de permitirme
el lujo de apelar a la deidad. A ti, juez supremo, misteriosamente
ausente del estrado, legislador simultáneo en la asamblea vacía,
unánime ser que envías nada menos a la vida como tu embajadora.
El que crea, el que transforma, el que conserva, ha sido convocado
bajo espesas polvaredas de ignorancia, apareciendo esta vez como un
amigo, más bien un hermano, posiblemente un padre, o algo que
jamás se ha tenido. Un aliento invisible, tan sutil, que es
más real que cualquier otra presencia, la presencia misma. Algo
que nada tiene que ver con un amigo, ni con un hermano, ni con un padre.
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