CAPITULO V |
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Como
ya se ha destacado el panorama que nos ofrecen las culturas precolombinas
es vasto y complejo aunque los restos que han quedado de su grandeza son
más que suficientes –por evidentes– para poder reconstruirlas en
su esencia. Desde los esquimales y los indios de Canadá y Norteamérica,
hasta los araucas y pampas de Chile y Argentina, se extiende un inmenso
complejo de mitos, tradiciones, símbolos, ritos, usos y costumbres,
formas de vida, etc., que pese a su variedad se articulan coherentemente
y nos proyectan una imagen de lo que fueron esas culturas antes de la conquista
y la colonización, aunque muchas de ellas ya se habían perdido
por ese entonces –o refundido con otras– o se hallaban más o menos
tergiversadas con respecto a sus orígenes, solidificadas en formas
menores por designios históricos a través de razones políticas
y económicas.1
Por otra parte al arribo de los europeos este enorme rompecabezas de culturas
se hallaba en estados disímiles de 'desarrollo'. Este 'desarrollo'
al que nos referimos no es de ningún modo 'progresivo', como si
fuese un avance conjunto y lineal del hombre como miembro de la evolución
de la especie, o como inventor de los 'adelantos' científicos, sino
que aquí es considerado en cuanto a las diferentes etapas cíclicas
–nacimiento, juventud, madurez, decadencia– en que normalmente se desenvuelve
cualquier cultura, para finalmente desaparecer, y volver a surgir en otra
forma, que se genera a partir de los gérmenes antiguos y que correrá
igual suerte que sus precedentes y las que le seguirán. Esto es
particularmente claro en la América antigua, donde los restos de
viejas civilizaciones desaparecidas convivían –y conviven– con nuevas
maneras y modos culturales en distintas etapas de evolución –por
diferentes motivos particulares– lo que configuraba un complicado mosaico
de pueblos, un enjambre de costumbres y usos, de formas y colores múltiples
y cambiantes –que a veces coexisten en una misma sociedad–, pero con un
soporte, una estructura común, constituyendo un todo vivo y dinámico.
Un conjunto de ciclos y ruedas que se interrelacionaban entre sí
y se comprendían las unas dentro de las otras y éstas a su
vez con unas terceras, etc., con lo que todas directa o indirectamente
estaban integradas en un continente. Tal si fueran engranajes independientes
pero interligados, encajando con otros con los que componían el
mapa o panorama de la América Antigua. Esto, como se sabe, no ha
sido exclusivo de los precolombinos pues las sociedades y reinos de todos
los lugares han tenido estas mismas características de independencia
e integración entre sí, sólo uniformada con la aparición
de los imperios, o esquemas análogos, los que tienen que tomar formas
totalizadoras y rígidas, e imponerse por la fuerza de las armas
haciendo tributarios a sus vecinos; sin embargo parecería, desde
un punto de vista histórico y cíclico, que los imperios son
imprescindibles aunque hayan tomado formas tan militarizadas y abusivas
que hasta la misma tradición es utilizada como factor de poder,
lo que podría haber sido el caso de los gobernantes aztecas e incas
que, sin embargo, llevaron a sus pueblos al máximo de organización,
actividad y florecimiento cuantitativo.2
Por otra parte muchas de las sociedades tradicionales se habían constituido como núcleos diferenciados que conformaban familias que sin embargo no siempre procedían de manera homogénea. Asimismo debemos decir que estas desigualdades se complicaron aun mas en la época de la invasión europea pues cada pueblo distinto recibió un trato diferente, y reaccionó de manera propia de cara a la conquista, protagonizando su historia. Sin embargo, y pese, a eso, es asombroso que subsistan tantas analogías –destacadas a simple vista– entre los indios americanos del norte, centro y sur. A veces las distancias que separaban a estos innumerables pueblos entre sí era apenas aquélla que se podía recorrer en uno o dos días de marcha, aunque en otros casos era enorme. Se intercomunicaban por el comercio o por la guerra y de esta manera se influían mutuamente, pero a veces y por espacios muy prolongados de tiempo y por diversas circunstancias se mantenían más o menos aislados los unos de los otros. Pueblos de este tipo coexistían perfectamente en el mismo continente geográfico y en el mismo tiempo histórico y derivaban de un nucleamiento mayor que los comprendía a todos –incluyendo lenguas y características secundarias– así estos pueblos fuesen al momento del 'descubrimiento', nómades, se hallasen en decadencia, o estuviesen en la juventud o plenitud de su poder. Lo mismo da que fuesen sencillos recolectores, o seres capaces de expresarse en pictografías, ideogramas o sistemas de cálculo tan complejos como sus calendarios. Creer que los pueblos nómades son aún no evolucionados es creer en un sistema histórico oficial progresivo e imaginario donde el género humano de mono o pez llega finalmente a ser ejecutivo, lo cual es algo tan evidentemente falso cuando uno se permite observar la realidad histórica más elemental, que un lego de buena fe abomina inmediatamente del engaño. Muchos pueblos nómades fueron anteriormente sedentarios y varios de ellos han sido una y otra cosa a lo largo de su historia, como es el caso de Israel. No son las culturas nómades –y lo mismo vale para las 'primitivas'– atrasadas ni inferiores, en cuanto se pretende otorgarles una categoría semi-evolucionada o se las confunde con hordas de salvajes. En el apogeo de la tradición islámica, para poner un ejemplo, ellas han coexistido con la magnificencia y el adelanto de las grandes ciudades sin ningún tipo de interferencia, sino más bien complementándose, como resulta fácil de corroborar al recordar que efectivamente el Islam es la religión del desierto. Esta modalidad cultural aún subsiste hoy día y los pueblos que viven de este modo no dejan de realizar sus tradiciones, sino que las actúan en la perenne vigilia del peligro y de la marcha, en la reiteración ritual de sucesivas jornadas, en sus leyes, usos y costumbres y en su Conocimiento, transmitido por la iniciación en los misterios cosmogónicos –como en cualquier sociedad sedentaria– expresados en sus símbolos y manifestaciones culturales. A la inversa de los sedentarios, por las propias características del peregrinaje, estos grupos están menos condicionados y viven más directamente el movimiento y el tiempo. Y en la llanura –que es el espacio que generalmente ellos recorren– cuyo paisaje es la inmensidad del firmamento, su comunicación con el cielo, las estrellas y el entorno es mucho mayor que en las ciudades. Su integración con la naturaleza, como imagen de lo sobrenatural, es innegable ya que dependen de sus ciclos y modalidades para subsistir, pues generalmente son recolectores, o cazadores, o pastores, o pescadores. Otra, cosa que se olvida es que la mayor parte de los pueblos a los que se llama nómades son en verdad seminómades, pues su instalación temporaria –a veces prolongada– en determinados parajes ha hecho que cultivaran la agricultura, en donde era posible, o se radicaran en ciertos lugares periódicamente.3 Este es el caso de numerosas culturas precolombinas a las que se atribuye ignorancia respecto a la cristalización, solidificación y anquilosamiento de las formas de las sociedades sedentarias o urbanas, las cuales aparecen como necesariamente rígidas desde el punto de vista de la libertad del movimiento nómade, reflejo de un estado primordial. Tampoco se suele recordar que para los griegos, la presencia de la estatua clásica como módulo de ritmo, armonía y perfección, es decir como expresión de la Belleza, atributo de los dioses, era directamente heredera de la piedra bruta, como expresión natural y testimonio directo de la energía divina. Efectivamente, la pulida estatua representaba una forma indirecta de la presencia sacra, ya que ella se manifestaba ahora bajo el oropel de la forma y la apreciación estética, siempre relativa, aunque los artistas deseasen hacer hablar a la piedra, revelarla en su intimidad. Los pueblos nómades, o los peregrinos, dado su constante contacto con el cielo, necesitan de pocas imágenes intermediarias, y su relación con lo celeste no ha sido nunca discutida, por lo que de ninguna manera son inferiores a los sedentarios ni deben considerarse un estado embrionario de los mismos. Con respecto al origen histórico de los pueblos americanos la ciencia moderna ha hecho de la cuestión algo tan primordial que cualquier apreciación referida a estas civilizaciones ha sido encuadrada bajo esta perspectiva, lo que ha impedido tanto el poder contemplar la unidad de las tradiciones indígenas –volcadas en sus expresiones culturales–, como destacar la grandiosidad de sus civilizaciones. Hasta el día de hoy ha subsistido esta actitud debido a que los 'descubridores' han creído, siguen creyendo y hacen creer que el amanecer de estas sociedades comienza con su intervención o llegada. Lo que no saben es que ese pensamiento que ostentan se debe a que se sienten poseedores de la historia, a la que han institucionalizado, de la que piensan es una rama de la deidad 'ciencia', que es lo único verdadero. Y creen en la historia oficial, de la cual llegan a ser los representantes, ya que antes de la invención de esta disciplina no existía la cronología y por lo tanto la vida, según imaginan.4 Desde el punto de vista de los indios que por millones habitaban y habitan el continente y que siguen marcando su tiempo, su vida y su nombre por otras prácticas, se trataba y se trata simplemente de una intrusión, de una ocupación lograda a base de mentiras y violencias, a la que no se integraron ni se integran auténticamente por sus características profanas. Por otra parte el hecho de que los europeos renacentistas hayan 'descubierto' América, nos hace preguntarnos: ¿Ante qué, quién o quiénes se ha producido tal evento? y aquí volvemos a encontrar el mismo punto de vista equivocado anterior. Es decir, que se toma a la historia –de Occidente, claro está– como una institución legal y científica, absolutamente veraz, como una realidad independiente, que la hace inapelable e indiscutible. Todo este invento tiene entonces que negar verdad a lo que no cae bajo su férula, o le es desconocido y por lo tanto inexistente; en este caso todo el continente americano, sus culturas y civilizaciones, con las que hasta ese momento no se contaba. De ahí también la necesidad de encontrarle un origen, una oficialización, una clasificación, de etiquetarlo y legalizarlo para consumirlo, de hacerlo digerible sin que les diera mucho disgusto ni demasiadas sorpresas. En cuanto al 'descubrimiento' es sólo tal desde esa perspectiva –es decir la occidental e histórica– pues por un lado tal 'descubrimiento' sería mutuo y por otro, es sabido que estas culturas se conectaron entre ellas y también con otros continentes a través de los mares, como ha sido siempre con todos los pueblos del mundo. Pero sin duda el prejuicio más lamentable de todos es el del progreso, asociado a evolución, que tiene su expresión en las 'teorías' que hacen al hombre ser descendiente del mono y otras degeneraciones transformistas. El autor no es el primero en afirmar que las tesis darwinianas y 'evolucionistas' conforman el primer aporte al género literario de ciencia-ficción, perfeccionado más tarde por el padre Theilhard de Chardin. Por cierto que no queremos insistir en estos temas que no nos incumben directamente puesto que para nuestro trabajo nos basta con el símbolo en sí y las ideas o principios universales que este manifiesta, conformando las culturas, aunque no queremos dejar de señalar estas anomalías de las cuales está teñida cualquier visión 'científica' de lo precolombino.5 Una investigación integral del antiguo panorama americano ha de tomar sus elementos fundamentales de los símbolos culturales con el auxilio de lo que hoy se denomina la antropología, la etnografía, la arqueología, la lingüística, la etnobotánica, la economía, las ciencias sociales, y por cierto de la astronomía, la matemática, la arquitectura y el arte, etc. Todas estas fuentes se sintetizan y originan en una sola realidad: la del hombre, lo humano, tal como éste fue valorizado por los americanos, tomado en cuenta desde un punto de vista tradicional, no bajo la perspectiva que hoy le otorgamos a la propiedad personalizada del fenómeno humano. Pues es a través del hombre tradicional y sus símbolos que podemos acercarnos y reconocernos a nosotros mismos como seres humanos en su integralidad, por medio de la comprensión que nos facilita la vía simbólica, que actúa como un soporte y un camino ordenado de conocimiento, revelándonos nuestra identidad y nuestro verdadero origen extratemporal, como el del mundo. En general, las personas de una información media, tienen una idea de lo precolombino que en el mejor de los casos se limita a recordar el nombre de unos pueblos misteriosos llamados Inca, Maya y Azteca. Lejos de ser así han sido multitud, como se lleva dicho, las culturas precolombinas en el pasado, y las que aun hoy aisladas, remotas y fragmentadas, subsisten. Tanto los aztecas como los incas constituían sociedades militarizadas que conformaban dos grandes imperios que, cuando la conquista, apenas si llevaban unos pocos siglos de vida –estaban en su apogeo guerrero, organizativo y comercial–, habiéndose llegado a constituir como tales gracias a la degradación generalizada de los pueblos de su entorno, lo que señaló su destino histórico sin restar méritos a sus valores y conquistas. En realidad el extraño mundo precolombino visto como un todo vivía en ese momento un drama interno, un desgarramiento que hizo posible la conquista europea, y que fue profetizado unánimemente por sus sacerdotes, como es notorio en el caso de México y Perú (así como en las Antillas, el Brasil y en Norteamérica antes del arribo del capitán Coronado, etc.). Y si bien estos dos imperios dominaban gran parte del continente, también es verdad que no su totalidad, ni mucho menos, y por otro lado había gran libertad con respecto a las creencias de cada sociedad particular sujeta a tributo, porque a pesar de las deidades locales la base doctrinaria, la concepción del mundo y su forma de simbolizarla era esencialmente la misma; es más, las tradiciones y conocimientos que habían hecho suyos estos pueblos derivaban de un origen común, aunque concretamente en el caso de estos dos imperios, habían sido tomadas por los primeros aztecas e incas de las culturas más elaboradas –y ya decadentes– de sus sabios antecesores y vecinos, ahora sojuzgados por el régimen imperial. Podríamos imaginar una inmensa toma cinematográfica a la altura necesaria como para abarcar todo el continente americano. La imagen permanece congelada, la cámara fija y observamos así con atención los movimientos que se producen en él en 1492, unos días antes de la llegada de los españoles, como una danza rítmica de gestos armónicos y coordinados, un colmenar bullente de actividad, lleno de vida.6 Se calcula que para ese entonces vivían en América más de cien millones de personas organizadas en miles de centros y subcentros independientes. Sólo en México y Estados Unidos se hablaban alrededor de cien familias de lenguas distintas. A esto debemos agregar la diversidad de usos y costumbres, ceremonias, fiestas, vestimentas y creencias locales, así como muy diferentes características raciales. Los climas, los lugares geográficos y su fauna y flora determinaron innumerables particularidades de estos pueblos que por consiguiente se manifestaron de variadísimas maneras que nos sorprenden y deleitan por la riqueza de los contenidos y las formas que hacen que se distingan y destaquen entre sí y que están sustentadas en una base común; en una estructura invisible que es la que otorga unidad al conjunto –y lo diferencia asimismo del Viejo Mundo–, y que se manifiesta a través de sus símbolos y mitos y se expresa en sus cosmogonías, teogonías, creencias y modos culturales. En efecto, si a nuestra gran toma cinematográfica panorámica la hiciéramos descender para enfocar un punto cualquiera del mapa americano, encontraríamos un núcleo cultural en plena actividad que al ser estudiado en su esencia nos transmitirá una estructura, una simbólica, perfectamente homologable y coherente con la de cualquier otro núcleo que quisiéramos o pudiéramos estudiar. Por cierto que esto se debe en gran parte a que las estructuras arquetípicas son siempre las mismas en todo tiempo y lugar, pero sobre todo –y esto es lo que ahora nos interesa– a que los símbolos precolombinos conforman un conjunto de módulos específicos, típicamente americanos. Podría parecer, bajo una luz superficial, que al
tratar al símbolo en su descarnada raíz, en su desnuda síntesis,
éste perdería gran parte de su múltiple esplendor,
de su colorido atractivo, pero una mirada más serena nos haría
entender que es gracias al conocimiento del símbolo y de los esquemas
simbólicos, que no sólo podemos comprender la esencia y el
pensamiento de esas civilizaciones y culturas, sino además gustar
realmente, saborear, diríamos, y admirar, la inmensidad, riqueza,
armonía, majestad y originalidad de las variadísimas formas
precolombinas, espejo de las del mundo entero.
Comencemos dando algunos datos sobre distintos aspectos de los indios americanos, desde los esquimales a los nativos de Tierra del Fuego; del ártico al antártico, pasando por los trópicos y la línea equinoccial. Si empezamos por los esquimales nos encontramos con un pueblo que pese a tener hábitos directamente relacionados con su entorno y su clima, posee muchos rasgos comunes con las culturas que comienzan a extenderse hacia el sur, inclusive utilizan elementos que se encuentran en otras culturas americanas. Ese es el caso del lanzadardos que se encuentra en regiones tan lejanas como Paraguay y Brasil y prácticamente en toda la América indígena. Igualmente han sido cazadores de cabezas (cabeza-trofeo), característica de todo el continente, aunque ella se encuentra también en otras tradiciones. Llevan a sus hijos a la espalda en unos 'envoltorios', costumbre que se encontrará unánimemente más al sur y es aún común en los países de ancestros indígenas. Pero, sobre todo los esquimales constituyen un ejemplo, un modelo, de lo que se encontrará entre los indígenas americanos. Nos referimos particularmente a que esta cultura conforma por sí sola un mundo riquísimo y por lo tanto un campo de trabajo inmenso, al igual que los otros pueblos instalados más al sur, los que sobre un fondo o una base simbólica y cultural semejante tienen características propias y una compleja fisonomía individual. Los mismos esquimales son varias tribus distintas que durante siglos y en continuo movimiento han poblado no sólo Alaska sino todo el ártico. Si descendemos por el mapa encontramos a los indios que hoy habitan Canadá y Estados Unidos que han sido innumerables pueblos que hablaban lenguas distintas y tenían organizaciones sociales, vivienda y usos y costumbres diferentes, lo que los identificaba como naciones. Muchas de ellas eran muy semejantes entre sí, generalmente en virtud de la vecindad o del área ecológica –pero otras tenían condiciones muy disímiles– comenzando por las lenguas; sin embargo se da el caso de que sociedades muy alejadas tengan particularidades comunes, incluso lenguas parientes. El conjunto de la América Antigua da la impresión de una gran Tradición madre que se hubiera ido desgajando en familias de naciones que a su vez han sufrido diversas evoluciones, cambios interiores e influencias exteriores. Todas estas tribus al momento del descubrimiento eran además sociedades guerreras que luchaban perennemente entre sí a lo largo del continente, lo que, dicho sea de paso, facilitó la conquista de los europeos, quienes advertidos de estas características las utilizaron en su provecho mediante alianzas contra terceros. Queremos destacar nuevamente que pese a esta multitud de formas y explosión de colores en que se manifestó América Precolombina los símbolos en que expresaron sus conocimientos son análogos y se refieren unánimemente a la misma cosmogonía prototípica. Así fuesen estos indígenas nómades, recolectores, cazadores, o seminómades con agricultura incipiente, o aun habitantes de ciudades-estado o ciudades-imperio. En lo que son hoy Estados Unidos y Canadá primaban los nómades y seminómades divididos en muy distintos reinos con diversidades geográficas y climáticas. Sin embargo estas culturas no son de ninguna manera inferiores a las sedentarias y necesitan muy pocos elementos para relacionar las cosas necesarias para comprender al mundo y vivir armónicamente en él, por la índole sintética, polifacética y mágica del pensamiento arcaico, que liga constantemente por analogías las señales y signos de la manifestación visible con las energías y las deidades invisibles en combinaciones sutiles, y discretas, todo lo cual se expresa perpetuamente mediante los seres y los fenómenos naturales. La ciudad o la ciudad-estado es un paso más sofisticado, y maneja una serie de elementos refinados que desarrollan, auxilian y complementan los conocimientos cosmogónicos que estaban expresados de manera original. Otro paso aún mayor es el de la gran ciudad, exponente de una civilización, la que es un centro de irradiación cultural inclusive a grandes distancias. Aquí el esplendor de una civilización es notorio y se halla en su apogeo, que es, sin embargo, el comienzo de su fin. Como en el ciclo solar, cuando el astro llega a su punto más alto es el momento en que debe descender. Esto es válido para cualquier ciclo vital y para cualquier organismo, así éste sea el del hombre o el social, por lo que también las culturas nacen, se desarrollan, maduran y mueren, y las civilizaciones que nos precedieron han estado sujetas a esta ley, como lo estamos nosotros. Eso se debe a un anquilosamiento que van sufriendo las estructuras culturales y que termina con su fin en el tiempo histórico. Este endurecimiento, o solidificación, se hace patente en el simbolismo constructivo, donde es visible cómo los nómades y seminómades, al hacerse sedentarios, han cambiado sus tiendas de cuero por casas de madera y finalmente han llegado a edificios de piedra.7 Las primeras ciudades-estado comienzan a observarse al sur de Estados Unidos y se extienden alternándose con las ciudades-imperio, o grandes ciudades, por todo el continente hasta el norte de Argentina y Chile, a partir de donde se vuelven a encontrar pueblos y tribus nómades o seminómades. Con respecto a estas ciudades o civilizaciones señalaremos que debió haber sido claro para los europeos, aun desde un punto de vista profano, advertir el orden, concierto y riqueza innegable de muchas de sus creaciones culturales, comenzando por las más sencillas y evidentes, y culminando con complejas ceremonias en correlación con su panteón y sus sofisticadas cortes y su esplendor, patentes en la figura del rey, su palacio, su atuendo, su trato, sus símbolos de soberanía, su corte, etc.; por lo que llama la atención que los invasores no se interesaran por conocer la idiosincrasia de sus conquistados, aunque un simple soldado podía entender que allí había un orden, una urbanidad. Entre las civilizaciones americanas más importantes debemos señalar, de acuerdo a sus monumentos, a las de mesoamérica: de norte a sur las del valle central de México comenzando por Teotihuacán y seguidas por las de Monte Albán y Tajín y las ciudades mayas. Aunque, desde luego, esta clasificación es sumamente general y deja de lado culturas enteras que hoy día han sido estudiadas tanto por la Arqueología como por la Antropología. Siguiendo el recorrido, observamos que en sudamérica aparecen grandes centros ceremoniales y urbanos en Perú y Bolivia; y por cierto que muchos de ellos son preincaicos. Todavía quedan ciudades y centros por descubrir, y debe recordarse que la mayor parte de ruinas conocidas han sido excavadas y limpiadas en este siglo. Para darnos una idea de la magnitud de estas civilizaciones, o grandes centros, diremos que sólo en el área maya han existido más de veinte de ellos, aunque a la llegada de los españoles a esa zona hacía cinco siglos que había pasado la brillante época hoy llamada clásica. Cada uno de estos pueblos precolombinos era muy numeroso y, para darnos una idea, Tenochtitlán, la capital de los aztecas descrita con admiración por los cronistas que llegaron a conocerla, tenía alrededor de trescientos mil habitantes. No todos los centros poseían esa densidad de población, por supuesto, pero recordaremos que eran centenares las tribus y reinos extendidos a lo largo y ancho de América; por otra parte, esta población descendió a menos de la mitad durante los primeros años de la conquista, ya que las enfermedades (viruela, sarampión, etc.), las guerras, los malos tratos, e inclusive los perros cebados en los naturales, y los suicidios colectivos por desesperación y tristeza, acabaron con gran parte de los indios, a la par que eran desvirtuadas sus creencias e instituciones. Queremos indicar que sobre la cosmovisión y la teogonía precolombinas, así como sobre sus usos y costumbres, organización social, política y económica, sus historias, lenguas, tipos étnicos y cualesquiera otras especificaciones sobre las antiguas culturas americanas, se puede encontrar una enorme masa de información, tanto en los códices o textos indígenas, como en la obra de los cronistas españoles de Indias (los cuales crearon un género dentro de la literatura hispana), los documentos históricos, las narraciones de viajeros y la labor de antropólogos, arqueólogos e investigadores en general, lo que facilita la búsqueda de los estudiosos, en especial de aquéllos que se interesan en los símbolos como transmisores de los conocimientos cifrados de las grandes tradiciones, e igualmente como medios de penetrar en sus secretos. Lo que presupone un espíritu sin prejuicios en los interesados, cuando no una reforma completa de su mentalidad, signada y corrompida por el condicionamiento impuesto sobre ella por los criterios exclusivamente materiales y estrechamente limitados de la ignorancia contemporánea. Estos símbolos se encuentran por doquier en cualquier elemento de su cultura, expresándose en todas las actividades humanas. Entre ellas en sus escrituras pictográfica, ideogramática y jeroglífica, algunas con elementos fonéticos. Igualmente en sus historias míticas (el Popol Vuh, por ejemplo) las que eran protagonizadas de modo ritual por enormes masas de actores, bailarines, cantantes, recitadores, músicos, ataviados con los trajes y pinturas ceremoniales, encarnando la energía de distintos espíritus y númenes, teatralizando su cosmogonía que se representaba en un espacio geográfico sagrado, espejo de la ciudad del más allá, del cielo, donde estas historias y sus gestos exactos y precisos –sólo mudables con las diversas coreografías y escenografías establecidas en su calendario festivo– se repetían continuamente para que fuera posible la vida del hombre y el cosmos. Imagínese qué poder y grado de refinamiento debe de haber tenido un pueblo que reiterara constantemente y de modo ritual su cosmogonía, y su historia mítica y simbólica ejemplar encarnándola cotidianamente y en ceremonias de esta naturaleza todos los días de los meses del año, y todos los años de su vida. Pero donde sus símbolos se hacen más claros, por ser numéricos y referidos al espacio-tiempo, es en los calendarios mesoamericanos. Estos mecanismos astronómicos y astrológicos de base matemática, basados en la naturaleza cíclica y rítmica de la realidad, establecieron las pautas de toda su cultura y marcaron la existencia individual y grupal puesto que el mismo ser y su nombre eran otorgados por los períodos cósmicos señalados como deidades. Esta extraordinaria invención en donde armonizaban el espacio y el tiempo a través del continuo movimiento, con los astros, los colores, los sabores, las enfermedades, los animales y vegetales, las piedras, las construcciones humanas, los distintos dioses, los fenómenos naturales, la agricultura, la guerra y la paz, las profecías y todo lo que pueda imaginarse, es de una armonía perfecta, sobre todo cuando se tiene en cuenta que su lectura es multidimensional y que los distintos planos en que se manifiesta esta construcción admirable, espejo y modelo del universo, se hallan indisolublemente fusionados, sin confusión, por analogías, absolutamente en correspondencia con la misma naturaleza de los seres, fenómenos y cosas. Estos calendarios eran la expresión más perfecta de su cosmomovisión y con base en ellos estructuraron sus civilizaciones; igualmente eran los que marcaban las fiestas rituales y toda actividad individual, y representaban la magia de la cosmogonía en perpetua recreación, tal cual lo hacían las grandes ceremonias de representaciones míticas antes mencionadas. Deseamos, nuevamente, recordar que todas las estructuras culturales precolombinas, incluida la organización social, son derivadas de su cosmogonía. Es curioso cómo la misma visión del mundo puede revestirse de tantos detalles diferentes y matices distintos como es el caso de las numerosas naciones indígenas. De una matriz común nacen diferentes hijos, los que se distinguen de modo individual; culturas, civilizaciones o imperios, tan disímiles aparentemente como el azteca y el incaico, revelan a través de sus símbolos numerales, de su concepto del espacio y del tiempo, de sus mitos y concepciones rituales, un origen común. Los aspectos esenciales, centrales o absolutos de sus culturas son iguales; sólo varían los substanciales, los periféricos y relativos. Toman distintas formas e, incluso, llevan a prácticas opuestas, y sin embargo manifiestan lo mismo; queremos destacar que precisamente eso es lo que ocurre con las diferentes expresiones de la Filosofía Perenne. Efectivamente, de un origen común, o sea de una Tradición Unánime que en última instancia es atemporal e inespacial por arquetípica, derivan las distintas formas y colores de las manifestaciones particulares, en este caso culturas y civilizaciones, muchas de ellas aún prácticamente desconocidas, como las creadas por el hombre rojo, de las cuales queremos brindar una imagen, como una invitación a su estudio, con el fin de conocer mediante la investigación y la comprensión efectiva de sus códigos simbólicos la estructura del universo, su cosmovisión, que es además la expresión prototípica, el esquema de una sociedad Tradicional o Arcaica. En verdad, conocer realmente la cosmogonía arquetípica es ser uno con ella, por lo que es fundamentar la ontología como base de una auténtica metafísica, lo cual no es otra cosa que heredar el legado de la antigüedad, perfectamente válido para cualquier circunstancia de tiempo y lugar, y por ende para la nuestra. |
VI. Algunos Errores Filosóficos |
NOTAS | |
1 | Si, por ejemplo, estudiamos a los indios de Estados Unidos y Canadá, encontramos que constituyen por sí mismos un verdadero y vastísimo complejo socio-cultural, un mundo, que si bien hasta hace un par de siglos en muchos casos aún permanecía vivo, en la actualidad prácticamente ha sido eliminado, sobre todo si se considera la completa invasión de los medios de comunicación que tarde o temprano va destruyendo, cambiando y uniformando lo poco que aún queda de las sociedades autóctonas y sus valores. |
2 | El imperio surge en el momento culminante de una sociedad y paradojalmente marca su inexorable descenso. |
3 | Además se confunde a los pueblos que durante mucho tiempo han peregrinado –y éste es el caso de numerosos pueblos precolombinos– y vivido como nómades por motivos simbólico-sagrados (que hacen a la constitución de su cultura y a su unidad social) con simples hordas recolectoras en estado semi-salvaje o 'primitivo'. Tal vez con los aztecas es con quien más notoriamente se produce esta injusta equivocación la que inmediatamente se disipa cuando se estudian las instancias de su peregrinación –tal cual se encuentran documentadas– presidida y ordenada por un dios, por un jefe-sacerdote y un consejo sapiencial ejecutivo. Por otro lado debe señalarse la constante movilidad de los pueblos precolombinos a lo largo de la historia y a lo ancho de la geografía. Es muy interesante ver similitudes e identidades entre sociedades muy apartadas geográficamente, las que deben haber estado muy unidas o ser una sola en tiempos remotos. |
4 | Nadie se pregunta de dónde vienen otras culturas y civilizaciones del mundo con tanto énfasis como se hace con las prehispánicas. Lo que sucede es que para la Antigüedad Clásica las otras culturas conocidas estaban más o menos ubicadas geográficamente y por lo tanto 'ya eran'. Como América 'no era', sus habitantes debieran ser como 'agregados' espúreos, no originales, tal vez algo de otra naturaleza a lo que se transfiere la propia ignorancia. Esto sin negar, de ninguna manera, la existencia de migraciones sucesivas desde otros puntos de la Tierra, particularmente las que fueron produciéndose en un pasado alejado de nuestro tiempo histórico. Edmundo O'Gorman, en su libro La Invención de América (Fondo de Cultura Económica, México, 1977), demuestra que el 'descubrimiento' de América es más bien la 'invención' de América y agregamos nosotros que este hecho, lejos de ser una 'realidad' histórica irrebatible tal cual hoy se la imagina, fue desde el punto de vista del Viejo Mundo la 'idea' de un descubrimiento, puesto que el nuevo continente no formaba parte de la descripción geográfica del pensamiento europeo de finales del Siglo XV y de comienzos del XVI. Por otra parte no se conocían todavía en ese entonces las 'pruebas' geológicas y arqueológicas de la juventud del Nuevo Mundo. |
5 | Cuando nos referimos al símbolo debe quedar claro que se trata tanto de expresiones gráficas o visuales como de historias, leyendas o danzas, del lenguaje y de la cosmogonía, sus conceptos de espacio, tiempo y número, la agricultura, la medicina y los ritos de su vida cotidiana, etc. |
6 | Es interesante recalcar que México fue invadido en 1519 y Perú veinte años más tarde; los indios de Estados Unidos, Argentina y otros han constituido naciones con sus formas de vida propias hasta el siglo pasado; las culturas aborígenes subsisten actualmente aisladas en selvas, desiertos y montañas, en lugares donde no ha llegado prácticamente la cultura europea, no sabemos hasta cuándo. |
7 | La diferencia entre una ciudad-estado y la ciudad-imperio, puede advertirse en términos arquitectónicos en las pirámides, las que remataban ambas en un pequeño recinto hecho a imagen de sus cabañas. A la primera se corresponden los que son de madera y paja, a la segunda los de piedra. |
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