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Las
sociedades tradicionales han construido su ciudad, símbolo de su
cultura, como una imagen del orden cósmico. La ciudad terrestre
es una imitación de la ciudad celeste y su estructura está
tomada del arquetipo eterno. El plano de la ciudad de los hombres ha de
ser un calco de los números y medidas que rigen el universo y una
manifestación ritual del plan divino que ejecutan los dioses. La
ciudad y la cultura entera testimonian esta actitud y este conocimiento
expresado a través de las leyes de la analogía, o de correspondencia
inversa, establecen de este modo una comunicación con lo celeste,
un vínculo entre un plano conocido y otro desconocido, entre los
seres visibles y las energías de los númenes invisibles.
De esta manera la ciudad –la comunidad– participa de esta relación
en mayor o menor grado, puesto que se encuentra articulada a partir de
un centro que es el encargado de establecer efectivamente este perpetuo
fluir de las emanaciones sagradas que garantizan el orden y la cultura,
y aún más: la vida. Este eje o centro es representado por
el templo, o la casa cultual centro de la ciudad o aldea –o por el sacerdote,
jefe o chamán en la comunidad– a partir del cual se estructuran
todas las categorías.1
Como se sabe, en la América precolombina, especialmente en Mesoamérica, la pirámide de punta truncada ha sido el templo por antonomasia y es su verticalidad escalonada, de mayor a menor, la que permite establecer contacto con los mundos invisibles y siempre presentes llamados cielos. El símbolo de la pirámide es exactamente equivalente al de la montaña, y de hecho muchas de las pirámides precolombinas fueron construidas a partir de montes naturales. Es pues la montaña –como el hombre– símbolo de la verticalidad, de la comunicación axial, y establece la relación cielo-tierra complementándolas. Está unión se efectúa en el corazón de la montaña, en la caverna, o en lo más oscuro y espeso de la selva y asimismo en el corazón del hombre.2 En la simbólica del templo cristiano este lugar de encuentro y realización está representado por el sagrario –el sancta sanctorum hebreo– y es general que el monte y la caverna sagrada sean asimilados al templo y al tabernáculo (o a la cripta), respectivamente. Los egipcios, que también construyeron pirámides sagradas, ubicaban dentro de las mismas una serie de espacios o habitaciones verdaderamente funerarias donde se realizaban los ritos de iniciación; la casa cultual es pues fundamentalmente el espacio o lugar donde se produce la iniciación en el conocimiento. Es a partir de un eje central que establece la vinculación cielo-tierra (y también mundo subterráneo), como se realiza la vida de una cultura.3 Y lo mismo es aplicable al hombre ya que él como microcosmos es un templo hecho a imagen y semejanza del macrocosmos, templo divino o casa de Dios, y han sido análogos el plan y las leyes que cimentaron a uno y otro. En el caso del templo mayor de Tenochtitlan, corazón del pueblo azteca, el simbolismo mágico-teúrgico es evidente puesto que los templos y las construcciones que caracterizaban a esta ciudadela sagrada fueron erigidos en el lugar exacto donde los antiguos mexicanos recibieron los signos, las señales divinas que les ordenaban instalarse allí después de cincuenta y dos años de arduo peregrinaje. Este es un caso patente –como el de los incas en el Cuzco y otros comprobados históricamente en el área precolombina– de cómo se establece y se irradia una cultura en las constantes migraciones de la especie humana, y de qué forma sus estructuras simbólicas se pueden transponer al ser individual, en cuanto éste asimismo es capaz de establecer en un momento dado de su vida, a través de sus signos y señales propios, una vinculación directa con otros mundos, con diferentes planos integrativos de una realidad única, advertida por medio de sus manifestaciones de más en más sutiles e impalpables. Lo que equivale a la vivencia de estadios secretos del Ser Universal, y al conocimiento de una cosmogonía simbolizada en este caso por la pirámide de base cuadrangular y los diversos niveles que hay que ascender escalonadamente hacia la cima. Si proyectamos en el plano la figura volumétrica
de la pirámide, obtendremos un pequeño cuadrado central y
otra serie de cuadrados que lo circundan –en una serie numéricamente
igual a los estadios piramidales–, desde lo interior a lo exterior, del
centro a la periferia, de lo apenas virtual hasta el límite de su
propia manifestación. Lo que simboliza la posibilidad del retorno
a esa virtualidad misteriosa, impasible, por intermedio del templo piramidal
escalonado desde la base hasta la culminación central o axial. Lo
que configura un recorrido inverso si lo consideramos de acuerdo a la perspectiva
del hombre que construyó el templo terrestre con respecto a la del
Arquitecto Universal, el cual creó el plano celeste desde su Unidad
a la multiplicidad de sus expresiones, mientras que el hombre –una de esas
expresiones– debe ir de la manifestación a la inmanifestación,
de lo creado a lo increado, de lo humano a lo suprahumano o divino. Esto
es un retorno a los orígenes, a la fuente, a lo invisible que siempre
se patentiza en obras. En otra parte nos hemos ya referido a estos temas,4
aquí sólo señalaremos que el templo o centro cultual,5
reúne las energías verticales con las horizontales, atrapando
al tiempo sucesivo y fugaz en el espacio sagrado, siendo éste el
recipiendario de las energías o vibraciones divinas, de lo eterno,
para difundirlas en el plano de la tierra, en la horizontalidad de la comunidad
social la cual se organiza de acuerdo a la proximidad o distancia que mantenga
con él ya que éste constituye el símbolo de la receptividad,
de la revelación de la sabiduría sagrada. El templo es la
imagen viva del cosmos, la conjunción y la complementariedad de
la tierra y el cielo dadas en el caso de la pirámide por el cuadrado
de la base (tierra) y el triángulo de las caras (cielos). En algunas
sociedades tradicionales este cielo es representado por un círculo
o semicírculo que en la tridimensionalidad es la bóveda o
cúpula que remata el cuadrado de base del edificio, aunque en ciertas
tradiciones como la griega (e igualmente en algunas construcciones romanas
y cristianas), también es la forma triangular alternándose
con la circular la que corona puertas, monumentos y altares, siendo el
triángulo y el círculo o semicírculo equivalentes
y usados indistintamente como figuras del cielo,6
en contraste con el cuadrángulo de la tierra, aunque conformando
con él un armonioso conjunto, una sola construcción equiparable
al cosmos entero. Al respecto nos dice Torquemada citando las Etimologías
de San Isidoro:
En Texcoco existía a la llegada de los europeos una magnífica pirámide-templo que constaba de nueve estadios simbolizando los nueve cielos –en la mayoría de los documentos esos cielos son trece, o se utilizan el nueve y el trece como equivalentes– o los grados sucesivos de conocimiento de la verdadera realidad del hombre y de la vida –que acuerdo al pensamiento tradicional es más invisible que visible– los que conformaban la cosmogonía de los pueblos náhuatl. Esta pirámide fue mandada construir por Nezahualcóyotl, un personaje-símbolo de la sabiduría precolombina, y constituía su orgullo y su legado.8 Esos nueve cielos tenían su contrapartida en nueve infiernos subterráneos, una especie de réplica invertida de aquéllos.9 Para el pensamiento tradicional americano, como ya lo hemos afirmado, la tierra es un plano cuadrangular que se prolonga en las aguas del mar y se une al cielo –las aguas superiores– en la línea del horizonte.10 Los astros, representaciones celestes de la deidad, recorren el firmamento desde un extremo al otro del horizonte muriendo en el occidente para volver a elevarse nuevamente por el este, lo cual es considerado como una resurrección. El período aquel en que el astro no es visible es tomado como una visita o un pasaje por el inframundo, por la tierra de los muertos.11 Esto es particularmente evidente en el caso del Sol, la Luna y sobre todo Venus y las deidades asociadas a estos astros cuyo mayor exponente es la figura de Quetzalcóatl, el Hermes americano, acaso el dios más importante del panteón indígena, el cual tomó diversos nombres según las lenguas y costumbres de los pueblos que lo conocían y veneraban según lo llevamos dicho. Lo mismo sucede con la tierra, que muere en el invierno y nace con las lluvias, y también con la vida y costumbres de una serie de animales que por ese motivo –por ser partícipes de la dialéctica de la deidad– son sagrados. Tal es el caso del colibrí que hiberna durante meses y efectivamente parece como muerto para finalmente renacer en toda su belleza, alegría y esplendor, y del salmón entre las tribus norteamericanas y canadienses del noroeste, que llegada cierta época del año emigra hacia el mar para volver a remontar los ríos contra corriente y desovar en su lugar original, completando todo un ciclo vida-muerte-vida, manifestado igualmente por la mariposa que sufre la transformación de lo terrestre en lo volátil y nace en la primavera, en la estación de las lluvias y la generación junto con las flores, todo lo cual, desde luego, está emparentado con las leyes de la construcción del cosmos y la ejecución permanente del plan divino que incluye una constante regeneración vital, lo que se encuentra íntimamente asociado con la iniciación en cuanto ésta instaura a través de un mecanismo análogo, vida-muerte-vida, el auténtico ser, el nombre verdadero, la increíble posibilidad de lo humano utilizando a la tierra como un soporte para el desenvolvimiento y desarrollo de esta potencialidad. |
XVI. Plantas y Animales Sagrados (en América Indígena) |
XVII. Arte y Cosmogonía |
NOTAS | |
1 | Fray Diego de Landa nos dice: "En el centro de la población estaban sus templos con sus bellas plazas, y en todo el rededor de los templos se levantaban las casas de los señores, de los sacerdotes y de las personas más importantes. Después venían las casas de aquéllos que eran tenidos en la más alta estimación, y en las afueras de la ciudad se encontraban las casas de las clases más bajas". |
2 | También el árbol participa de esta simbólica de pasaje axial y por eso se lo llama árbol de la vida. En las culturas mayas ciertos personajes míticos suben por su tronco y se pierden en el cielo de su follaje transformándose en otros seres, mayormente en monos. |
3 | Ya hemos afirmado que ciertas tradiciones dividen el espacio vertical en tres estadios a los que denominan cielo, tierra y atmósfera o mundo intermediario. Otras llaman a estos tres planos cielo, tierra e inframundo. Ambas divisiones en tres mundos son equivalentes y homologables y se refieren en el simbolismo vegetal del árbol, a copa, tronco y raíces. |
4 | Federico González, La Rueda, Una Imagen Simbólica del Cosmos, Symbolos, Barcelona, 1986. |
5 | En ciertos grupos la casa habitación cumple esta función: el ara, el altar, es el hogar, el fuego que transformado en humo (incienso) sale al exterior por una abertura practicada en la cúspide es el motor de las transformaciones. El pater familiae es el sacerdote, o su mujer la sacerdotisa. |
6 | Esto tiene también razones numéricas para que así sea; nueve es el cuadrado de tres. |
7 | Monarquía Indiana, Libro VIII, Cap. III. |
8 | Fernando de Alva Ixtlixochitl, Obras Históricas (U.N.A.M., México 1977), p. 126. |
9 | Obsérvese la correspondencia con lo descrito por Dante en La Divina Comedia. Esta similitud es particularmente significativa ya que la cosmología dantesca es la concepción tolomeica, cristiana y medioeval y corresponde más que a una visión geocéntrica a una ubicación antropocéntrica. El sacerdote católico M. Asín Palacios ha destacado la íntima semejanza entre La Divina Comedia y la cosmología islámica expresada por el sabio Ibn al-Arabí. Otros críticos han ampliado estos comentarios relacionándola con la Cábala hebrea y con las concepciones iranias y budistas. A todos estos comentarios no les falta razón aunque están encarados desde el punto de vista de las influencias históricas y fuentes originales a las que, por otra parte, Dante no tuvo acceso directo. Lo mismo sucede con las simbólicas precolombinas ya que La Divina Comedia fue escrita casi dos siglos antes que el descubrimiento de América. En realidad lo que estas concepciones unánimes manifiestan es la unidad de la doctrina tradicional, expresión simbólica de la cosmogonía siempre presente. |
10 | Para la cosmogonía eran trece los señores del día y nueve los señores de la noche (o inframundo). A los nueve dioses diurnos y celestes les agregaban los cuatro que corresponden a los puntos cardinales. O sea, los marcados por los límites del espacio en la línea del horizonte, el plano cuadrangular de la superficie de las aguas –que servía de permanente contacto entre el mundo de la luz y el de la oscuridad. Según esto, los trece señores de la luz se dividen en nueve celestes y cuatro terrestres. En correspondencia y de forma invertida con los nueve celestes se encuentran los nueve del inframundo, separados por el plano cuadrangular de la tierra. Para los nahuas la pareja creadora primitiva había engendrado cuatro hijos que habitaban los cuatro rumbos de Tlactípac, la superficie de la tierra, y habían formado los cielos y los dioses que rigen los niveles subterráneos. |
11 | La kiva, templo y lugar de iniciación de gran parte de las culturas norteamericanas, tiene su entrada por el techo sobre el nivel de la tierra y por ella se desciende hasta el fondo del recinto situado bajo el nivel terrestre, símbolo del inframundo, siendo su salida la misma que la entrada pero ahora en recorrido ascendente o cenital. |
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