CAPITULO XII
LA DUALIDAD: ENERGIAS DESCENDENTES Y ASCENDENTES
Volvamos ahora sobre la división ya tratada entre energías descendentes y ascendentes las que se hallan en constante movimiento en el plano intermediario, en la tierra, entre el cielo y el mundo subterráneo y que son las que unen y ligan estas polaridades y cuyas características encarnan los númenes, las estrellas y la vegetación en la perpetua batalla cósmica. Las deidades son estas energías o atributos de la unidad indisoluble, del dios desconocido e invisible que habita en lo más alto del cielo y que inmóvil se inventa perpetuamente a sí mismo manifestándose a través de emanaciones descendentes que luego de recorrer y conformar todas las cosas vuelven a ascender a él con el ritmo alternado y cíclico de la energía universal, expresándose en tres niveles: cielo, tierra y mundo subterráneo. Son pues los dioses los intermediarios por excelencia del plan cósmico y su permanente interacción lleva los nombres de todo lo creado. Este maridaje del cielo y de la tierra -o del cielo y el mundo subterráneo en las culturas que no consideran a la tríada cielo-atmósfera (u hombre)-tierra, sino cielo-tierra-mundo subterráneo- es permanente, y los dioses nacen y mueren y resucitan, como los hombres, los astros en el día y en la noche, y también como la vegetación en el período cíclico anual, y en general en toda idea de reciclaje, o de ritmo presente en cualquier manifestación. 

El Quetzalcóatl mesoamericano y el Viracocha incaico, junto con muchas otras deidades precolombinas análogas, como el Gukumatz-Kukulkán maya y el Bochica colombiano, ilustran de modo neto esta interrelación de lo ascendente-descendente, efectuada en el cuerpo mismo de la deidad. Efectivamente, estos dioses encarnan como hombres, mueren, resucitan y ascienden nuevamente a su morada. En el caso particular de Quetzalcóatl, su mismo nombre (serpiente emplumada) simboliza la conjunción de opuestos, la unión de lo que repta y lo que vuela, las energías representadas por la tierra y el aire oponiéndose y batallando entre sí, a semejanza y en correspondencia con los otros elementos del cosmos: el agua y el fuego.1 

En verdad la energía descendente-ascendente que Quetzalcóatl encarna y sintetiza se desdobla en el plano de la tierra donde ella se manifiesta en dos pares de opuestos simétricos, según lo llevamos dicho en este trabajo. Quetzalcóatl es símbolo de la energía axial bipolar alto-bajo la que al encontrar un medio apto se expresa generando así el plano horizontal. Con respecto a este plano, la energía axial descendente-ascendente es central ya que al desdoblarse en dos pares de contrarios, a los que se transfiere la oposición descendente-ascendente en forma cruciforme, permanece en el quinto punto, en la encrucijada inmutable, puesto que su fuerza es la que ha creado la figura; asimismo es a este eje al que ella siempre retorna al tener que asegurar constantemente su equilibrio mediante el juego de las tensiones de su propia estructura, es decir, de todo lo que ella es. Este quinto punto corresponde a Quetzalcóatl como intermediario de estas dos energías, de lo que repta y lo que vuela, de lo humano y lo divino, las que como ya se ha dicho se conjugan en él, por lo que se le atribuye la creación, la estabilización y la salvación y le signa con el número cinco, número del hombre y del misterio de su doble naturaleza, que puede ser unificada en su propio corazón como dios hombre y hombre dios. Ahora bien, aclarado una vez más el papel del eje, del número cinco y su atribución a Quetzalcóatl, nos resta destacar los otros cuatro puntos del plano horizontal, es decir, la energía descendente-ascendente proyectada en el cosmos y extendida en todas las cosas, o sea, en los cuatro rincones del mundo, en los cuatro colores, en las cuatro estaciones del tiempo y, sobre todo, en este caso, en los cuatro elementos en que se manifiesta la 'materia'. La cual es tal en virtud de la interacción cruciforme de estos elementos y su movimiento de ronda alternada en donde espacial y temporalmente se van sucediendo de forma precisa predominando siempre uno de ellos sobre los otros. Esto último puede apreciarse claramente en la división del ciclo en cinco grandes eras relacionadas con estos elementos, propia de las civilizaciones americanas.2 Volviendo a Quetzalcóatl, indicaremos que hay varias versiones de la historia de este personaje mítico, las que corresponden asimismo a la verticalidad de sus funciones como dios, o sea, como emisario de la energía divina. Sin embargo, todas ellas confluyen en este esquema de lo descendente-ascendente con ciertas características particulares o secundarias que es interesante observar. Quetzalcóatl es dios del fuego y en ese sentido su sacrificio repite el de Nanahuatzin, el 'buboncillo' creador, en Teotihuacán, al que también se lo identifica con Huehuetéotl. Es hijo de la pareja emanada de Ometéotl: Ometecutli Omecíhuatl y, como tal, dios descendente. Es también dios del aire y por lo tanto hálito y mensajero divino. Como deidad del viento está en el 'principio del agua', en el 'corazón del agua', pues barre el camino de las lluvias, a las que anunciaba al final de la época seca como emisario de la regeneración de la naturaleza. En el mismo sentido, como heraldo de la mañana, precede al sol en su recorrido y anuncia el nuevo día, actuando como vínculo entre las tinieblas nocturnas y la luz matinal. Este papel dual se advierte asimismo como dios de los gemelos y, en especial, en la vinculación con su propio mellizo Xolotl -Venus como estrella matutina y estrella vespertina- el cual representa la parte oscura, húmeda, subterránea del paredro en el que él significa la porción luminosa. En Teotihuacán y en otras manifestaciones culturales mesoamericanas se lo asocia a Tlaloc y por lo tanto a la lluvia y las aguas -también a la luna-; por eso mismo a la fecundación, a la generación y la vegetación, lo cual lo liga igualmente a las deidades de la tierra y la naturaleza.  Reúne en si los cuatro elementos que en él se complementan y como deidad descendente-ascendente recicla constantemente al universo.3 Es la potencia divina en acción, el verbo y el aliento de este ser ya viejo llamado mundo. Este papel intermediario le ha sido atribuido siempre a Quetzalcóatl -y de allí su vinculación estrecha con el sol- puesto que es el constructor del mundo, el demiurgo, asimismo sostén y columna del cosmos, y también el creador del hombre a partir de los huesos de los difuntos, regados por la sangre de su desmembramiento, como otros dioses de distintas tradiciones. Es también el sustentador y como tal 'descubre' el maíz, el alimento constitutivo del género humano. Es educador, psicopompo, ha dado la ciencia y dispensa el conocimiento de los misterios cosmogónicos y teúrgicos. Es asimismo salvador y liberador ya que la revelación y encarnación de esta entidad así llamada promueve en nosotros la iniciación al Hombre Verdadero, al Hombre Arquetípico por excelencia, modelo, símbolo y ejemplo a seguir ritualmente por sabios, guerreros, artistas y agricultores que conformaron la comunidad de los pueblos americanos. Quetzalcóatl está en el comienzo (como creador), en el medio (como sustentador) y en el fin (como esperanza de retorno, o sea, la posibilidad de ser recibido por el hombre actual en su interioridad), pues de manera tradicional y unánime se espera su vuelta mesiánica en el continente indígena. Como símbolo del planeta Venus recorre el mundo subterráneo y sale airoso de las tenebrosas pruebas a que es sometido.4 Quetzalcóatl Topiltzin, rey de Tula, su imagen histórica, hace lo mismo y reitera un viaje verdaderamente subterráneo (o inframundano) que incluye la embriaguez y el incesto -como símbolos de lo que está fuera o más allá de la ley- antes de su culminación como lucero del alba. Deidad central de los pueblos americanos -que lo conocen con distintos nombres- reúne en sí la acción divina y es por lo tanto la imagen mas notoria de la potencialidad de lo sagrado. 

Las deidades que el sol y la luna simbolizan tienen también un aspecto o movimiento ascendente y otro descendente. El sol cumple en el día el primero desde la medianoche al mediodía y el segundo de éste a la medianoche, pasando por el naciente y el poniente, es decir, en cuatro etapas que repite en el año desde el solsticio de invierno al de verano y de éste a aquél, pasando por los equinoccios. La luna realiza su período ascendente (o creciente) desde la luna nueva al plenilunio, y su descendente (o decreciente) desde éste a la luna nueva. Lo efectúa también en cuatro etapas que son las semanas de siete días de un mes de veintiocho. Por otra parte, son trece las lunas que se suceden en un año, lo que suma un total de cincuenta y dos semanas de siete días (7 x 52 = 364). Pero no solamente debe ser considerado este movimiento de energías ascendente-descendente en cada astro en particular. También debe tenerse en cuenta que en el binomio sol-luna el sol se considera como ascendente (activo) y la luna como descendente (pasivo), lo que ha hecho que la generalidad de las tradiciones precolombinas los hayan convertido en marido y mujer o hermano y hermana, o en cielo y tierra. Y si el cielo es el padre y la tierra la madre, estos mismos valores se transfieren al firmamento y son representados por el sol y la luna como deidades intermediarias. 

Por otro lado, se identifica al sol con el fuego y a la luna con el agua, asociándose el aire a la expansión solar y la tierra a la recepción lunar y a su posterior fecundación. Igualmente observamos que las deidades descendentes han de ser celestes pues de lo contrario no podrían descender y, a la inversa, las ascendentes han de estar vinculadas con la tierra. Puede repararse inmediatamente en que la luna -y en algunos casos también el sol, en particular el sol de mediodía- es ascendente en cuanto se la considera relacionada con la tierra, el crecimiento y la vegetación, y descendente en relación con el cielo, fundamentalmente por su participación en las lluvias. Debemos recordar entonces el carácter dual descendente-ascendente que estas deidades incluyen en sí mismas -y que acabamos de destacar- y además su perenne interrelación, su contrapuntístico juego de oposiciones y correspondencias que caracteriza a su comercio en vinculación directa con todos los demás habitantes del espacio y el tiempo. Los polos cielo-tierra (o inframundo) limitan el universo, el cual no es sino un plano intermedio entre ambas nociones, en el que habitan no sólo los hombres y los distintos seres de la naturaleza, sino fundamentalmente los dioses. Algunos de estos últimos están relacionados con lo más elevado, otros con lo más rastrero; los celestes crean y fecundan a los terrestres, los que pugnan por regresar a su origen e identificarse con sus padres. Hay también numerosas energías intermediarias que son númenes más o menos celestes o terrestres -o subterráneos- según el rango que tengan en la escala -o sea la cercanía que guarden respecto a uno u otro de los polos- entre los que pueden destacarse los fenómenos atmosféricos, ejemplificando a los primeros y los ríos y manantiales de agua, etc. personificando a los otros. 

El descenso de las energías celestes, su morada en la tierra (o en el inframundo) y su posterior regreso a los cielos configuran un ciclo, una ronda de descenso-ascenso (lo nocturno y lo diurno), permanente. Las deidades constituyen las energías de ese trayecto constante que se efectúa entre cielo y tierra -e inframundo- y cada una de ellas repite esta oposición descendente-ascendente dentro de sí -como todas las cosas- y danzan, cantan, pintan o tejen perennemente al cosmos entero, del que estas deidades son las protagonistas. A la par, todo esto se reproduce simultáneamente en el interior del hombre, donde se repiten las jerarquías o planos escalonados que van de lo más diáfano del noveno cielo, es decir, desde la impasibilidad eterna del principio, hasta el último mundo subterráneo, la actividad bullente y oscura de la tierra y sus deidades infernales. Indicaremos, asimismo, que a la vez que la deidad desciende, encarna, se humaniza, el ser humano por mediación de la invocación y el rito se eleva, asciende, se diviniza. En términos teogónicos la gracia es descendente, la oración y el sacrificio ascendentes. Yólotl González Torres afirma: 

También los Tzontemoque, los que bajan de cabeza, eran considerados fantasmas y astros y agrega:  En relación a los Tzontemoque, cabe señalar que éstos, en varios códices, son representados como seres que bajan del cielo de cabeza, a diferencia de ciertos dioses -entre ellos Quetzalcóatl-, que bajan también, pero de pie, por una cuerda o por un camino. Estos seres descendentes tienen el cuerpo pintado como los vavantin o muertos sacrificados. Queremos destacar este ultimo párrafo en donde la autora identifica a estas deidades descendentes con sus opuestas, los muertos por sacrificio, entre los cuales se encuentran los guerreros y el propio rey-sacerdote Quetzalcóatl, identificado con Venus. Por otra parte, queremos recordar que a Tlachinolli, la 'guerra sagrada' -la lucha interna, el desgarramiento interior, en definitiva, pues todas las cosas se perciben y viven en el campo de batalla de la conciencia- se la representa ideogramáticamente en los códices mexicanos con los glifos de agua y fuego, elementos descendentes y ascendentes respectivamente como es sencillo de advertir. 

Deseamos insistir en que los dioses más altos del cielo se comunican con la tierra por mediación de las deidades del plano intermedio, es decir, por los planetas y estrellas -en especial el Sol, la Luna, Venus y las Pléyades- en estrecha relación con la medida armónica del tiempo, los fenómenos atmosféricos y los númenes del trueno, el rayo, el relámpago, el viento y la lluvia, deidades creadoras en cuanto fecundadoras o regeneradoras..5 En términos generales podemos decir que los antiguos americanos concebían el cosmos como un ser gigantesco cuyos ojos eran el sol y la luna o las estrellas, su aliento (su hálito de vida) el viento, su voz el trueno, su arma (mirada = flecha) el rayo y su llanto la lluvia. 

Es decir, la idea de un pensamiento divino que se expresa por la palabra del dios significada por sus atributos, o lo que es lo mismo, por los númenes planetarios o atmosféricos -jerarquizados en planos o cielos-, hijos del Dios Uno y de su Dualidad Primigenia, los que en su lucha dialéctica son capaces de producir la reacción necesaria -fecundadora y regeneradora- de las deidades de la tierra. Las que por su concurso pueden completar el ciclo ordenado que da lugar a la vida universal, y establecer así el equilibrio del cosmos por la posibilidad de ascender nuevamente a su origen como una ofrenda sacrificial a la deidad última cuyo alimento es simbólicamente la vida, las floraciones, el maíz, los animales y también el hombre. Lógicamente los dioses más populares son los de la tierra, porque su misma condición los hace más accesibles a la mayoría, mientras que los astrales o celestes, por ser más elevados y abstractos, se hallan más alejados por su naturaleza intangible. Esta misma jerarquización existe en el interior de cada conciencia individual con respecto al proceso del Conocimiento. En el esquema de la civilización azteca lo más abstracto corresponde al cielo más alto y a la casta sacerdotal. Lo material a lo más bajo y a la casta de los macehualli. El punto central lo ocupa el sol -la casta guerrera- como hijo y nieto del Padre y Abuelo divinos, y la luna como su paredro. Sin embargo, se transfieren al sol los atributos de los dioses más altos y esto coincide con el paso de la casta sacerdotal a la guerrera (de Quetzalcóatl a Huitzilopochtli) y el alejamiento de la deidad más alta en virtud de estas leyes cíclicas que constituyen el universo. Una muestra notoria de la inversión descendente-ascendente es el fuego. Como principio celeste es descendente -los aztecas lo veían en tres estrellas (mamalhuaztli) a imagen de las cuales producían por frotación de dos de ellas el fuego físico-. Pero, obviamente, como realización terrestre es ascendente como se observa a simple vista, siendo sin embargo estos dos fuegos análogos, representaciones de un mismo principio polarizado, conjugado en el hombre, capaz de comprender esta inversión primigenia y utilizar el fuego terrestre como una imagen derivada de un origen común, que desde esta perspectiva se presenta entonces como ascendente, o sea como un retorno a la identidad, a la esencia.6 Se da la paradoja de que las deidades descendentes son las más elevadas y las que ascienden las más bajas. Esto resulta claro en relación con el doble camino a realizar y la inversión -y analogía- que existe considerándolas desde un punto de vista o del otro, lo que en el hombre se traduce como una contradicción entre sus dos naturalezas y la perspectiva en que se coloque el observador con respecto a ellas. Vemos también que Ometecutli -el señor dual- enviaba su calor y sus emanaciones a las embarazadas las que debían generar, dar vida en la tierra. Recuérdese además que las parturientas muertas al dar a luz eran consideradas como guerreros y como tales acompañaban al sol en parte de su recorrido triunfal. De otro lado, las deidades de la lluvia también son particularmente mágicas, ya que su acción constante es la que produce la fructificación de la tierra, la vida, y se considera como sacro su perpetuo ir y volver al descender como agua, y su retorno -al contactar con la tierra- convertidas en vapor y nube para retornar, heridas por el rayo, a fecundar nuevamente el mundo. No hay pueblo que no haya conocido este proceso aunque no se lo explicara en términos científicos o filosóficos. Anotaremos igualmente que la sangre de los sacrificados, licor sagrado, era denominada agua preciosa (chalchihuatl). Este líquido, como el pulque, reunía en sí la contradicción simbólica del agua y el fuego, y hermanaba en el cuerpo de lo sagrado, sin ningún prejuicio, lo 'malo' y lo 'bueno', su vicio y su virtud.7 Decenas son los ejemplos precolombinos de lo que estamos afirmando, y se notan acaso con más facilidad en las divinidades de los indios de Norte y Sudamérica, el Caribe y la región Maya, que en el panteón más complejo y polifacético de los aztecas, cuajado de númenes en constante pugna dinámica y con atributos intercambiables. Además ya sabemos que enumerar los dioses no es hablar de la deidad ni del concepto de lo sacro. Sin embargo, los atributos divinos, es decir, la identificación de las deidades y sus funciones es de importancia para la lectura de los códices mesoamericanos donde éstas aparecen combinadas con números, meses, días y otros hados y expresiones de lo sagrado en una danza de colores cambiantes, en un caleidoscopio de significados. 8 

Otros temas que aparecen invariablemente, como éste de la dualidad (parejas, gemelos), son el de la jerarquía entre los mundos o cielos (abuelo, padre, hijos, dioses intermediarios, etc.), el de la virginidad de la madre, el diluvio (en relación con las grandes eras), la creación por la palabra y el del retorno de la deidad al final del ciclo, son los relativos al recorrido del Sol, la Luna y Venus. Estos planetas constituyen por antonomasia los viajeros celestes y su recorrido invariable marca las pautas del modelo del cosmos. Todos ellos navegan por el cielo -cada cual en su forma-, a través del océano sideral, desde la línea del horizonte oriental al ocaso occidental, donde desaparecen para morir en el inframundo -país de los difuntos, de la disolución, nocturno y larval- al que recorren para triunfar sobre la muerte y volver a nacer y crecer y completar nuevamente el ciclo. El sol desciende por una puerta -el aro del poniente del juego de pelota- y asciende por la otra -el aro del naciente-, después de sufrir exilio, prisión y muerte en el mundo subterráneo, resucitando como un cuerpo celeste que aleja la posibilidad de las tinieblas y del mal que se le oponen. Para los egipcios, este recorrido se realizaba por el interior del cuerpo de la diosa Nut, la que doblada sobre sí misma -conformando cuatro columnas con sus piernas y brazos- paría a su hijo el sol, que era reabsorbido por ella al cabo del día. El símbolo de la serpiente de dos cabezas, una a cada extremo de su cuerpo, se encuentra extendido a lo largo de la América antigua, aunque es prácticamente universal (recordar la anfisbena, etc.). En la simbólica mesoamericana se halla también a este extraño animal y se lo suele asimilar al cielo -y por que no a la tierra, su contraparte invertida, como si ambas fueran las dos mitades de una esfera o de un cuadrado en forma de losange, o sea la figura simbólica de una doble pirámide (o cono) unida por su base- devorando al sol que torna a salir por sus fauces del otro extremo. Algunos autores señalan su parecido iconográfico con el dragón extremo-oriental. En todas las tradiciones estas dos puertas o símbolos de pasaje han sido relacionadas en el año con los dos solsticios y los equinoccios (o con la época seca y de lluvias) en relación con el perpetuo reciclaje cósmico. Esta circunstancia hace a estos 'viajeros' verdaderos intermediarios y señores, pues con su comportamiento revelan el plan cósmico y por lo tanto el pensamiento de su creador, lo que los convierte en hierofantes o psicopompos, es decir, en mensajeros divinos, en iniciadores en los misterios y la sacralidad de la vida, lo que encuentra su equivalente en el hombre americano, el que a través de los ritos de iniciación reitera el gesto creativo, asiste a la generación de un mundo luminoso y ordenado siempre nuevo e intocado dentro de sí, que da validez y razón a su existencia. Pues siendo hijo de la madre tierra -como el maíz-, que ha sido fecundada por el cielo, se yergue como intermediario que reúne ambos principios, lo que lo hace capaz de ascender, de retornar nuevamente al cielo -y desde allí volver a descender si fuera menester- ejecutando el cumplimiento de la ley cíclica.9 Ésta quizá sea la característica básica de la Unidad Arquetípica entre las distintas tradiciones y se encuentra de una u otra manera en la totalidad de las sociedades y sus símbolos, así estas culturas hayan o no producido altas civilizaciones.

NOTAS
1 El agua es fría y el fuego caliente. De modo semejante, el aire es húmedo (y caliente) y la tierra seca (y fría). Existe la creencia de que el equilibrio de estos elementos inestables -que se contienen los unos en los otros- configura la salud del organismo cósmico, social e individual. Deberíamos recordar aquí la ronda de los elementos de la tradición clásica grecorromana y de otras civilizaciones equivalentes igualmente a la sucesión de los estados de la 'materia' y a su transformación y reciclaje perpetuo. Esta concepción está presente en las tradiciones precolombinas, en especial en lo tocante a las Grandes Eras o ciclos cósmicos.
2 A veces la división del ciclo para ciertos cálculos se efectúa solamente por cuatro, pues en estos casos no se toma en consideración el punto central. Agregaremos que los indios Washo de California tienen un mito creacional en el que un enorme incendio quema la tierra. Las llamas llegan al cielo y alcanzan a las estrellas que caen provocando una inundación de la que los hombres tratan de salvarse construyendo una torre.
3 Le otorgamos importancia a los 'elementos' y a los estados aparentes de la materia y su fluidez -ya sean tomados como principios o cualidades sensibles de la materia- para comprender la cosmogonía y teogonía de los antiguos americanos, no solamente porque ellos así lo concebían, sino porque esas tradiciones además -tal vez por sus constantes movilizaciones- se encuentran estrechamente vinculadas con la naturaleza como manifestación evidente de la sacralidad, o sea con la realización de un principio del cual ella es la cualidad sensible. Debemos dejar aclarado que esta naturaleza nada tiene de 'natural' respecto a lo que hoy en día se entiende por este término, y tampoco con lo que los 'descubridores' y 'colonizadores' entendían por tal en los siglos XVI y XVII (vgr. las 'Historias Naturales' de Indias).
4 El planeta Venus describe en el cielo un 'excéntrico' recorrido que comprende también un movimiento retrógrado. El período de Venus es de 584 días y se divide en cuatro partes: durante 250 días es la estrella vespertina, luego se toma invisible por 8 días, aparece de nuevo como estrella matutina por 236 días y desaparece finalmente por 90 días para volver a ser nuevamente la estrella vespertina, etc. Si tomarnos como punto de partida a Venus en un día en que aparece a las seis de la tarde, cerca de poniente, después de puesto el sol, podemos observar que a partir de ese momento, los días subsiguientes a la misma hora, Venus se aleja del poniente y aparece a mayor altura hasta que su elongación máxima alcanza los cuarenta y seis grados, quedando entonces como estacionario durante varios días. Luego se va aproximando cada vez más a poniente hasta desaparecer por estar en conjunción con el sol. Ha realizado un movimiento retrógrado. Posteriormente vuelve a aparecer por levante, como estrella matutina, hasta alcanzar nuevamente una elongación de cuarenta y seis grados donde se mantiene estacionario, para retornar cada vez más hasta el Oriente y desaparecer otra vez en la otra conjunción solar, que se la distingue de la anterior al llamárselas inferior y superior. Es decir, que el movimiento llamado directo es el que se efectúa de izquierda a derecha, como las manecillas del reloj y el retrógrado es el inverso. O sea, que el primero se realiza circunvalando al eje que queda sobre la derecha y el segundo teniendo el eje a la izquierda. Es necesario aclarar que las culturas precolombinas tomaban en consideración el nacimiento de Venus en el Este donde iniciaba su recorrido. Para los aztecas el ciclo comenzaba en Ce-acátl, signo del Este y de Quetzalcóatl-Venus.
5 Con la austeridad casi esquemática propia de la civilización incaica hallamos que en el Cuzco el templo del sol o de Coricancha tenía también recintos para el culto de la luna, las estrellas y los dioses del trueno y el relámpago, así como para el arco iris, símbolo universal de pasaje y comunicación.
6 Entre los muiscas, las faltas más graves eran penadas con el apagamiento del fuego central del hogar, lo que equivalía a la muerte civil y física.
7 Uno de los 'presagios' del fin de la cultura azteca fue que se incendió el templo de Huitzilopochtli, en México, Tenochtitlán, y las llamas eran cada vez más avivadas en la medida en que se les arrojaba agua para apagarlas. Aquí predominó netamente un elemento con la exclusión completa de su opuesto.
8 Se debe destacar que muchos de los elementos o signos de los calendarios precolombinos son animales, al igual que en los zodíacos y constelaciones del viejo mundo. La idea de que el universo entero, o ciertas de sus partes, son asimiladas a lo animal, es unánime en las distintas tradiciones de que tenemos noticia. Esto se encuentra en perfecta relación con la idea de un cosmos animado en su totalidad, y por lo tanto en cada una de sus manifestaciones, lo que fundamenta la posibilidad de actuar mágicamente en él.
9 Así como hay una parte de lo más alto del cielo que no se expresa y que llamamos lo inmanifestado, es decir, una modalidad del Ser Universal, o de la divinidad que jamás desciende, analógicamente hay en las antípodas ciertas deidades subterráneas o terrenas que no pueden ascender, conformando constantemente la materia pasiva o negativa de la creación. En el plano intermedio -descendente-ascendente- es donde se hace posible la conjunción de estas energías y la reintegración al sí mismo.