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En el siglo de la revolución industrial, la imagen material de la deidad, era la de un supercontador esforzado y eficaz. Un burócrata, una máquina que registraba meticulosamente nuestros errores y faltas. Una superestructura mecánica que llevaba un inventario y archivo de culpas. Hoy esa superestructura se ha tecnificado. Y la imagen de la deidad es la de una computadora. Un cerebro gigante, mayor que todos; cuantitativo, automático y casi intangible. Una deidad perversa sumamente prolija y aséptica: ¡cien puntos en materia de disfraz maldito! Lo siniestro de la máquina es que paulatinamente nos ata a sus mecanismos. Establecemos relaciones con ellos y a su vez con otros hombres que establecen relaciones con ellos y nosotros. Mientras la estrechez se va produciendo, el nivel de comprensión baja y comenzamos a funcionar como esclavos de nuestros propios inventos. Esa situación ha desembocado en la cómoda simplificación electrónica que al deshumanizarnos por lo más bajo nos convierte en nada.


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