CAPITULO III
LOS SIMBOLOS, LOS MITOS Y LOS RITOS
Debemos hacer algunas precisiones acerca de lo que el símbolo es para la Simbología y por lo tanto lo que ésta estudia y expresa, como asimismo dar una idea de lo que es un conjunto de símbolos en acción, es decir el mundo del símbolo tal como es vivido por una sociedad tradicional o arcaica en la que tanto el símbolo como el mito y sobre todo el rito -que abarca el total de las acciones cotidianas aún está vigente y es comprendido en su significación esencial como vinculación directa con lo sagrado y no como convención, alegoría o metáfora, o sea como algo vago que está fuera del ser. Para las sociedades tradicionales y primitivas el símbolo constituye -y toda expresión o manifestación, ya sea macro o microcósmica, es simbólica- una señal real que se produce dentro de un conjunto de señales igualmente vivas que se entrelazan y relacionan entre sí a través de la pluralidad de sus significados, conformando un lenguaje o código cifrado propio y revelador con el que además cohesionan a la comunidad en que se manifiestan. 

Esto se debe a que tanto el símbolo como el mito o el rito son el puente entre una realidad sensible, perceptible y cognoscible a simple vista y el misterio de su auténtica y oculta naturaleza que es su origen. Ya que ellos son una expresión que se revela al manifestarse, estableciendo de manera efectiva el vínculo entre lo conocido y lo desconocido, entre un plano de la realidad que se percibe ordinariamente y los principios invisibles que le han dado lugar, lo que por otra parte constituye su razón de ser como tales, la que ellos testimonian al transformarse en vehículos. Esto inmediatamente les otorga un carácter sagrado -tabuado, si se quiere- en cuanto expresión directa de los principios, las fuerzas y las energías originales, de las cuales ellos son los mensajeros.1 

Va de suyo que la idea que se tiene del símbolo en la sociedad contemporánea es muy otra y esto se debe a que ya no se le conoce, o sencillamente se lo utiliza como simple convención y en algunos casos apenas si se le otorga un valor sustitutivo o como probable, sinónimo de lo que tal vez pudiera llegar a ser, es decir, de algo alegórico e incompleto que necesitara de una traducción racional y de una interpretación lógica o analítica para poder ser comprendido. Lo que equivale a decir que ya no es tomado inequívocamente como emisario de una energía-fuerza sino que es encarado como un objeto independiente de su medio que debe ser considerado empíricamente en el laboratorio de la mente, tal la extrañeza y la desconfianza que produce. Aunque es muy frecuente también -casi la norma- que ni siquiera se advierta a los símbolos, o que simplemente se los pase por alto como si estos no existieran porque no los notamos o los consumimos, o no tuviesen ningún valor porque se los desconoce y se ignoran sus significados. Esto se debe a que una sociedad como la nuestra, orgullosamente desacralizada, que ha roto su conexión con los orígenes y la idea de un plano superior a la simple materia o a la comprobación física-empírica, no lo acepta -salvo a veces en sus aspectos psicológicos más elementales-, por lo que el símbolo como mediador entre dos realidades -o planos de la realidad- carece de sentido en un esquema de este tipo, y su comprensión queda limitada a la versión que hace de él una oscura señal casi insignificante que no indica sino algo igualmente no-significativo o relativo. El mundo es entonces una masa gris que deviene, una multiplicación horizontal de gestos indefinidos que se realizan en forma mecánica, casi sin que lo queramos, y que nada dice a nadie en razón de la autocensura que trae aparejado el entrenamiento que la sociedad contemporánea nos otorga. Puesto que utilizando estos modelos de pensamiento todo queda fuera de nosotros y nos es ajeno ya que la vía simbólica de comunicación se ha interrumpido y entonces los símbolos, los mitos y los ritos se presentan como diferentes a nosotros mismos, en tanto que objetos estáticos a los que atribuimos determinadas características formales o exteriores, exclusivamente literales y cuantitativas, negando de este modo su potencia generadora, su identidad de sujetos dinámicos -lo que es lo mismo que decir su razón de ser- por lo que lógicamente nos parecen falsos e improbables, tan dispuestos al cambio como las insignias, o tan superados -según nuestra ignorancia supone como la observación de los ciclos de la luna, el sol y las estrellas y todo aquello en que la antigüedad ponía empeño, en las 'edades oscuras' en las que aún no se había inventado el progreso. 

Algo se interpone actualmente entre nosotros y el símbolo, como también entre nosotros y la realidad. El individualismo nos ha separado de nuestro contexto al punto de que constantemente hay un espacio entre lo que es y nosotros, entre el ser y la otridad. Este espacio nos garantiza a los modernos la idea de poseer una 'personalidad' con la que nos identificamos, la que nos hace así extranjeros a nosotros mismos y a nuestro contexto al obligarnos a aceptar esta forma de ver tan comprometida con el condicionamiento en que nacemos y vivimos y del que actuamos como cómplices ya que nadie sino los damnificados somos los que mantenemos impuestos estos valores en el campo de nuestra conciencia. El resultado de esta separación es la angustia y el deseo, la soledad y la desintegración, puesto que la cohesión que garantizan los símbolos, su función mediadora, no es reconocida, ha sido olvidada, o peor aún, es tergiversada por nuestra comprensión actual que nos hace ver la realidad del mundo como exterior y hostil, tan extraña como indiferente. Algo tan frío, lejano y vacío de contenido como nosotros mismos, cuando en verdad se trata de un universo integrado perfectamente en la armonía de sus partes y correspondencias, que expresa una realidad no escindida ni fragmentaria, un organismo gigantesco que nos incluye en el torrente sanguíneo de su vida cósmica, al que solemos contemplar como algo atroz o curioso sin relacionarlo inmediatamente con nuestro ser; en el mejor de los casos como algo simpático observado desde la vereda de enfrente. 

Para la Simbólica, el símbolo, el mito y el rito testimonian activamente a nivel sensible las energías que los han conformado. Por ese motivo debe haber una correlatividad muy precisa entre el símbolo, el mito y el rito y lo que éstos manifiestan, sin lo cual no expresarían nada. Esta correspondencia entre idea y forma (no en el sentido escolástico sino actual de este último término), esencia y substancia, inmanifestación y manifestación, hacen del símbolo la unidad precisa para religar dos naturalezas opuestas, que encuentran en el cuerpo simbólico -en cuanto sujeto dinámico y objeto estático- su complementariedad. Por otro lado y como bien se dice: lo menor es símbolo de lo mayor y no a la inversa. 

Y se hace esta aclaración referida especialmente a la posibilidad de comprensión cabal del pensamiento de una sociedad tradicional -la precolombina- que reconoce al símbolo como el lenguaje universal que ha sido capaz de fecundarla y darle vida. En este sentido los símbolos han creado a las sociedades y no éstas a sus símbolos -sin olvidar la interacción mutua-, pues ellos están entretejidos en la trama misma de la vida y el hombre. 

En cierto aspecto no hay nada fuera del símbolo -como tampoco del cosmos- ya que éste expresa la totalidad de lo posible en cuanto todas las cosas son significativas y ellas reflejan lo inmanifestado mediante lo manifestado. Por lo que a los símbolos y a los mitos no es necesario inventarlos, ya están dados, son eternos y ellos se revelan al hombre, o mejor, en el hombre. El cual simboliza en sí al cosmos en pequeño sin pretender que el macrocosmos lo esté simbolizando específicamente a él. Los héroes civilizadores, reveladores y salvadores como Quetzalcóatl o Viracocha, no son seres humanos que como tales y gracias a sus méritos se hayan deificado o convertido en astros, sino que por el contrario, son dioses o estrellas que -como los hombres- han caído del firmamento y deben recorrer el inframundo y morir por el autosacrificio para renacer a su verdadera identidad y ocupar su auténtico lugar en el cielo que, además, es su origen. Para las culturas precolombinas este rito universal es ejemplificado en la bóveda celeste por el Sol, la Luna y Venus en particular -y todos los planetas y estrellas en general- y por sus ciclos de aparición y desaparición, muerte y resurrección, de los que la tierra y el ser humano dependen, ya que han visto en ellos la manifestación más alta de los modelos o arquetipos universales y eternos en los que fundamentaron su cosmogonía. Las leyes de la analogía y la correspondencia se basan en la interrelación de un plano menor y conocido y otro mayor y desconocido. Lo conocido simboliza a lo desconocido y éste jamás puede ser un símbolo de aquél. 

Una sociedad tradicional y/o arcaica adopta el punto de vista de la unidad, lo hace suyo, puesto que de ella emanan todas las cosas: la vida, el sustento y la cultura, mientras que la sociedad moderna acepta el de la multiplicidad, el de la individualidad fragmentada y autosuficiente que progrede indefinidamente por el juego de su dialéctica. El primer enfoque es sintético, el segundo analítico. El tradicional tiende a la simultaneidad, a la visión concéntrica, el otro a la sucesión, a la inmensa minucia. La perspectiva moderna está construida con la lógica del racionalismo; contrariamente la antigüedad ordenaba su visión del mundo por medio de la analogía y sus mecanismos de asociación. La correspondencia entre los fenómenos, seres y cosas resulta entonces natural puesto que ellos simbolizan distintos aspectos de los principios universales que los han generado. Nada de casual hay en un mundo así porque todo adquiere su sentido en el conjunto y el hombre acata una voluntad superior que analógicamente se le revela en el interior de su conciencia. Y es en virtud de esta complementariedad que todas las cosas, los fenómenos y los seres, se buscan y corresponden, se atraen y se rechazan, pero no se excluyen. Hacen la guerra o viven en paz, pero tienen un sentido armónico que imita el ritmo del aspir y el expir universales. 

Los parentescos entre las cosas resultan así evidentes y ellas vibran a la misma frecuencia y han sido generadas por una matriz única, y las formas, los colores y todas las cualidades o diferenciaciones posibles sólo son modalidades de una misma onda sujeta a idénticos principios, expresados en la totalidad del concierto cósmico. Lo similar atrae lo similar y se funde y se conjuga con él. Y los opuestos no se eliminan porque hay un punto de equilibrio común -que no es ni lo uno ni lo otro, ni esto ni aquello- en donde todas las cosas coinciden, aun para volver a oponerse y retornar a complementarse. Esto no quita la responsabilidad individual porque es en el interior del corazón del ser humano -como protagonista del drama cósmico- y no fuera, donde se produce e igualmente se comprende este hecho, y es por tanto en ese corazón donde se concilian las contradicciones. En cierto modo la vida entera depende de ese hombre que así toma conciencia de su ser y de su verdadera responsabilidad como símbolo intermediario entre la tierra y el cielo. Entonces y bajo esta luz las cosas de su entorno estarán sacralizadas y él mismo emulará las cualidades de los dioses, encarnará los principios universales con los que sincroniza en simultaneidad. 

En una sociedad así las cosas no suceden linealmente en forma prevista sino que todos los días son el primero de la creación y todo está tan vivo que puede suceder cualquier cosa en cualquier momento. El hombre no imagina ni proyecta lo que vendrá sino que vivencia constantemente la eternidad del presente. Para el pensamiento precolombino el cosmos y la vida se están creando ahora mismo, no son un hecho histórico, y se participa activamente en esa generación. Por cierto, la existencia vista de este modo es un riesgo y sin duda una aventura permanente y no es extraño entonces que se conciba como un momento de paso y un lugar de transformación, como un sueño del que hay que despertar. El tiempo no ha sucedido antes ni sucederá después porque siempre está sucediendo, constantemente es presente, y abarca la totalidad del espacio, donde se expresa siempre como algo sobrenatural cargado de energías constructivas y destructoras representadas por númenes y cifras sagradas según puede observarse en sus calendarios. El movimiento, que es una imagen de la inmovilidad, es la huella visible que ésta deja al manifestarse, gracias a la cual podemos acceder a la eternidad de su reposo. Y es mediante las analogías, que vinculan a los símbolos, los mitos y los ritos con su origen increado, que el ser humano podrá jugar su papel y cumplir su destino en relación con las leyes y las estructuras del modelo cosmogónico, de las que hablaremos seguidamente. 

NOTAS
1 En lo futuro, cuando nos refiramos al símbolo, hemos de entender también mito y rito, pues desde nuestra perspectiva estos son idénticos y cumplen exactamente la misma función reveladora. El mito, que desde luego es simbólico, manifiesta un hecho ejemplar, que por serlo, organiza la vida de los que creen y confían en él. Es más, éste constituye su íntegra creencia y por lo tanto instaura su confianza pues en cualquier sociedad tradicional es la manifestación misma de la verdad al nivel humano. Los ritos son símbolos en acción y expresan en forma directa las creencias y la cosmogonía que asimismo las historias míticas traducen. Estas tres manifestaciones complementarias revelan los secretos más profundos de la vida, el cosmos y el ser y conforman todas las imágenes posibles del hombre tradicional. Y por lo tanto su identidad.